El otoño es gris porque fue creado para cubrir las calles con ese color. Con ese y con otros; con marrón, con verde oscuro, con amarillos anaranjados que colorean las alfombras de las aceras, los felpudos que la gente pisa a mientras se dirige a su destino, sin preocuparse de nada más que de sus propios asuntos. El otoño es más apático que el verano, pero más ameno y cercano que el invierno. Es una estación de paso, de transición, que nunca se sabe si será demasiado calurosa o demasiado fría, porque combina a la perfección ambas situaciones.
En esta época aparecen las primeras gripes, las primeras enfermedades, síntomas de la fragilidad que nuestros cuerpos presentan ante los cambios. El otoño es duro, física y psicológicamente. Al menos tiene un aspecto positivo: nos hace pensar.
Las emociones se revuelven; la oscuridad de los días, el hecho de que la noche extienda sus alas mucho antes y la bajada de las temperaturas hace que a las personas se les remuevan las conciencias, se les agiten las neuronas y sean un poco más conscientes de lo que les rodea. Se ha esfumado la despreocupación del verano y ha vuelto la rutina y la monotonía, demasiadas horas entre paredes y muy poco tiempo para disfrutar provocan que los cerebros y algunos corazones colapsen. Nos deprimimos, nos preguntamos por el sentido de la vida y, ciertos individuos, llegan al extremo de plantearse una transformación. Es tiempo de cambio y de muda.
El otoño se esfumará, como todo, y dará paso al invierno. Aprovechemos las horas, los minutos y hasta los segundos, aunque sean grisáceos, aunque les falte el color. El color, a veces, es cuestión de actitud. Y aprovechemos, también, los deseos de cambiar para darnos impulso y dejar de temer al futuro, que no da miedo, que el futuro de momento es el invierno, y al invierno, por muy frío que sea, siempre le sigue la primavera.