Extremos. Frío-calor, blanco-negro, Ana Pastor-Belén
Esteban. Obviemos las temperaturas intermedias, la escala de grises y el
catálogo de mascotas que, allá cada uno, pueda encontrarse entre las dos hijas
de la televisión. El final de la soga resulta siempre más fácil de asir.
El frío congela, el calor abrasa. El blanco deslumbra y el
negro no permite ver. Los extremos acaban resultando peligrosos y dañinos (así
como los extremistas). No nos importa. Las personas es que somos muy de
extremos. Cuando estamos contentos lo estamos al límite y cuando el mundo parece
derrumbarse lo hace para sembrar nuestro día de toda la angustia y la mala
suerte. Las medias tintas no se aprecian; quién va a recordar un día normal,
mediocre y monótono.
Cuando nos creímos los más listos, los más ricos,
disfrutamos de una dicha que hoy vemos como un espejismo del pasado. Lo bueno,
si breve, dos veces bueno (esto lo debió de decir un señor muy bajito). Sin duda
sería aún mejor que lo malo fuera aún más breve. Ahora que hemos aterrizado en
la otra cara de la moneda, que la realidad nos hace más pobres, no es que nadie
se haya vuelto idiota, pero muchos se agazapan en sus madrigueras muertos de
miedo, junto a sus posibilidades.
Tampoco los egos que circulan por ahí suelen ser de mediana
estatura. Hay quien avanza mirando siempre hacia arriba y por ello,
seguramente, acabará tropezando, al igual que si uno camina con su ombligo por montera. Desde luego, en el suelo tampoco está la
solución; el paisaje pasa desapercibido y, al fin y al cabo, termina siendo lo
único importante. Quizá sea suficiente con mirar adelante para salir del túnel
o para entrar en él.
El caso es que los extremos nunca son buenos (o eso dicen
por ahí) pero permiten que existan estados intermedios; marcan la diferencia. Son necesarios e inherentes a la naturaleza humana. Somos
animales de extremos.