lunes, 31 de diciembre de 2012

31 de diciembre


Y así, casi sin avisar, llega el 31 de diciembre. Otro año más que ha pasado a hurtadillas por el pasillo y se nos ha vuelto a escabullir. Con el último día aparecen las listas, los balances, los top del año, las evaluaciones de qué fue lo que pasó. Sin embargo, principalmente por sus previsibles resultados, los exámenes más duros no son los musicales, los sociales o los políticos, sino los personales. Las preguntas no son difíciles, basta con las Five WS del periodista. Dónde quería llegar y dónde estoy. Qué quería conseguir y qué he conseguido. Cómo deseaba que fuera mi vida y cómo es. Quién quería ser y quién soy. Por qué sigo tropezando con esa misma piedra año tras año. Háganme el favor de quitarla.

Llegan también las cenas familiares. Cuántos somos, cuenta y vuelve a contar. Al final, más de 12 en esa mesa que normalmente sólo sujeta un triste jarrón. Bien apretaditos, codo con codo y langostino con langostino. Los entrantes y el primer plato. Comienzan los “yo ya no puedo más”, “yo tampoco”, “coge ese canapé que no lo vamos a dejar ahí”. Con el segundo, el vino comienza a calar y los más dicharacheros empiezan a contar su particular historia universal. Cuando estábamos en el internado e íbamos con las monjas a pasear de dos en dos cogiditas de la mano. Cuando venía la gente a la tienda del pueblo a comprar un huevo, una cucharada de café y una bolsita de manzanilla. Cuando mi madre se quedaba ciega bordándome las sábanas para el ajuar. Ay, aquellos guateques… Aterrizan los postres y ya, con el estómago como un globo y una sonrisa más amplia de lo habitual, no se puede evitar que broten las canciones. Desde jotas a tangos, de canción de iglesia a los Beatles, y para acabar que no falte un ‘sigo siendo el rey’.

Ya atragantados con las uvas y prácticamente en enero, nos molestamos en mirar atrás, temerosos de lo que podamos ver. Al abrir el armario, esto es matemático, nos caen encima todas las penurias pasadas, como las bolsas de plástico llenas de mantas de tigres que guardan las madres en los altillos. Después de empujarlas, apartarlas y esconderlas debajo de la cama a puntapiés, vemos que aún hay bultos en los anaqueles. Alcanzamos los recipientes y nos asomamos a su interior. Anda, pero si hay cosas bonitas. Hay momentos que nos hicieron y aún nos hacen sonreír. Hay logros, hay alguna meta cumplida, hay felicidad. Sobre todo, lo que hubo en 2012 y abunda en cualquier balance, son las personas. Personas que significaron y/o significan algo; mucho o poco. Las que ya no están porque se vieron forzadas a marcharse, las que se fueron porque quisieron y aquellas a las que nosotros mismos echamos. Las que no llevan ni dos años con nosotros y las que acaban de cumplir los 100. Las que nos arrancaron una sonrisa cuando el cielo parecía negro. Todas las que nos abrazaron, las que nos besaron, las que nos acariciaron. Las que, además, nos mostraron su afecto con algo más que eso; con hechos, con acciones.

A fin de cuentas, no importa el dónde, el qué, el cómo o el porqué, sino el con quién. Feliz 2013.





domingo, 2 de diciembre de 2012

Los otros


Te van a decir que lo haces mal. Que lo haces bien. Te van a decir incluso que no sabes o no puedes hacerlo.

Asegurarán que es ilógico lo que piensas, que tus creencias son infundadas o simplemente que no tienes razón.

No entenderán lo que te propones, ni cómo lo llevas a cabo, ni por qué.

Te tildarán de raro, extraño. Incluso de inconsciente.

Criticarán tu postura; sea cual sea siempre habrá alguien contrario a ella, la mayoría de las veces no merece la pena rebatir a no ser que te apasionen los debates que terminan exactamente igual que empiezan.

Ven tu camino claro y apuntan sin titubear hacia la dirección que deberías tomar. Esa, la más adecuada, la más correcta y lógica.

Cómo cansa a veces escuchar lo sencillo que se ve todo desde esa otra perspectiva.

Suena a lo de siempre, a inconformismo barato. De acuerdo. Pero el realismo sólo se aplica de puertas para afuera. Es fácil señalar y acusar, pero en su casa nadie barre continuamente con la dura escoba del escepticismo.



miércoles, 28 de noviembre de 2012

Extremos


Extremos. Frío-calor, blanco-negro, Ana Pastor-Belén Esteban. Obviemos las temperaturas intermedias, la escala de grises y el catálogo de mascotas que, allá cada uno, pueda encontrarse entre las dos hijas de la televisión. El final de la soga resulta siempre más fácil de asir.

El frío congela, el calor abrasa. El blanco deslumbra y el negro no permite ver. Los extremos acaban resultando peligrosos y dañinos (así como los extremistas). No nos importa. Las personas es que somos muy de extremos. Cuando estamos contentos lo estamos al límite y cuando el mundo parece derrumbarse lo hace para sembrar nuestro día de toda la angustia y la mala suerte. Las medias tintas no se aprecian; quién va a recordar un día normal, mediocre y monótono.

Cuando nos creímos los más listos, los más ricos, disfrutamos de una dicha que hoy vemos como un espejismo del pasado. Lo bueno, si breve, dos veces bueno (esto lo debió de decir un señor muy bajito). Sin duda sería aún mejor que lo malo fuera aún más breve. Ahora que hemos aterrizado en la otra cara de la moneda, que la realidad nos hace más pobres, no es que nadie se haya vuelto idiota, pero muchos se agazapan en sus madrigueras muertos de miedo, junto a sus posibilidades.

Tampoco los egos que circulan por ahí suelen ser de mediana estatura. Hay quien avanza mirando siempre hacia arriba y por ello, seguramente, acabará tropezando, al igual que si uno camina con su ombligo por montera. Desde luego, en el suelo tampoco está la solución; el paisaje pasa desapercibido y, al fin y al cabo, termina siendo lo único importante. Quizá sea suficiente con mirar adelante para salir del túnel o para entrar en él.

El caso es que los extremos nunca son buenos (o eso dicen por ahí) pero permiten que existan estados intermedios; marcan la diferencia. Son necesarios e inherentes a la naturaleza humana. Somos animales de extremos.



viernes, 9 de noviembre de 2012

Cacareo, que no es poco


-          ¿Te puedes apartar un poco, bonita?
-          Perdona guapa, pero es que hoy tengo las plumas que no hay quien se las ahueque.
-          Ya, te entiendo, es que con esta lluvia…
-          Encima llevo una hora intentado poner un huevo y no hay manera. Y venga; empujo, me muevo, me sacudo, me agito… Pero nada.
-          Yo ayer puse uno, pero hoy tampoco he sido capaz. Cada vez somos más y cada vez nos dan menos comida.
-          Es que dicen que tenemos que comer menos, que estamos gordas; que como comimos tanto la semana pasada ésta nos toca ayunar.
-          Pues así no hay quien ponga huevos decentes.
-          El último que puso Manoli le salió cuadrado.
-          Normal.
-          La pobre está estresadísima y no me extraña. No nos dejan escarbar tranquilas, ni pasearnos, ni cacarear en paz, continuamente nos vienen a decir lo gordas que estamos. ¿No ven que ya no podemos producir huevos? Ni vivir feliz le dejan a una.
-          La verdad es que sí que comimos mucho la semana pasada…
-          Qué va hombre, pero si el pienso lo echan allí en el otro gallinero y siempre son las mismas las que lo engullen todo. Esas sí que están obesas, pero, sin embargo, nadie les dice nada. Se pasean de aquí para allá con el buche bien alto. Las dueñas del chiringuito, oye. Y el resto aquí, con cara de pavo el día de Navidad.
-          Tienes toda la razón. Y ésto va a peor, porque se oye por ahí que nos van a reducir la paja y a racionar el agua.
-          ¿Cómo dices? ¿Pero qué quieren que hagamos sin paja?
-          No lo sé cariño, la verdad es que no lo sé. Eso sí, las señoras del gallinero norte están bien repletas de paja, les rebosa por las ventanas. Tienen hasta piscina.
-          Jesús, cómo viven algunas. Deberíamos rebelarnos.
-          Uy, qué tonterías dices. Cálla anda, que ahí vienen. Hazte la tonta.
-          ¡Cloooo, clooo, cloc, cloc, cloc!





martes, 30 de octubre de 2012

Una historia matutina


“Que no mire, que no mire. Mierda”. Javier se revolvió en su asiento. El tipo de las gafas le observó largo y tendido, con cara de no muy buenos amigos.

Una vez más aquel problema; no podía evitarlo. Quizá fuera un asunto mental rayano en patología, quizá sólo una subversión ante sí mismo y sus propias prohibiciones morales. El caso es que era entrar en el tren y el universo humano cobraba formas y colores demasiado atractivos para unos ojos curiosos. Y siempre, sin explicación alguna, terminaba fijándose en un individuo (o individua) al que acababa dedicándole toda su atención y, mediante grandes dosis de imaginación, hilaba una historia subyacente para aquella persona inicialmente desconocida. Hoy le había tocado a aquel hombre; sí, aquel que había entrado con él en el vagón, al que había visto antes en el andén mientras esperaban la llegada del gusano metálico. Ese.

Un hombre fornido y alto, muy alto. A Javier le sacaba casi dos cabezas, o al menos así se lo pareció. Resulta que el señor en cuestión llevaba el pelo largo. En estos tiempos que corren, en que la imagen pulcra de un hombre de pelo corto parece ser la dominante, este tipo aún dejaba crecer su cabellera cual indio americano. Los mechones de pelo lacio y oscuro le caían en la espalda y en los hombros. De vez en cuando se los apartaba, metiéndose algunos detrás de las orejas con gesto nervioso. Tenía barba. Además de pelo largo, tenía barba larga. Larga de verdad; no de dos días. Larga y espesa. Una pelambrera que le tapaba la boca en su totalidad. Cómo sería la boca de un señor con barba y pelo largo. Debía de ser una boca también larga. El barbudo, además, tenía puestas unas gafas de sol. Gafas de sol en un día nublado y gris de finales de octubre, principios de noviembre. Las lentes oscuras ocultaban sus ojos, al igual que la barba mantenía cubiertos sus labios. Aquella debía de ser la cara misma del ostracismo.

Las orejas del ciudadano con barba, pelo indudablemente largo y gafas de sol, contenían unos auriculares. Uno cada una, porque las orejas eran dos; dos auriculares pequeños y negros, en sendas orejas, asomaban fuera de los pliegues. El cable que conectaba los auriculares con el aparato que emitía el presunto sonido –también escondido a la vista- pendía por el torso del individuo, un poco en volandas hasta el nacimiento de una barriga prominente, con la que chocaba, para luego deslizarse por ella hasta introducirse en el bolsillo derecho de un pantalón vaquero ya gastado por el uso y los detergentes. Unas botas negras hasta la espinilla remataban la figura del personaje, haciendo de intermediarias ante el frío suelo, que de vez en cuando se topaba con los cordones, demasiado largos –las dimensiones parecían magnificarse en este tipo- y, por tanto, colgantes.

Javier se mantuvo erguido a su derecha en tanto que el tren se detenía lentamente. Al fin, lo siguió adentro cuando la lucecita que adornaba el botón de la puerta indicó que ésta podía ser abierta. No tuvo vergüenza, no se amedrentó; se sentó enfrente del hombre. Los veinte minutos que duró el viaje los pasó observando al tipo que, alrededor del minuto doce, comenzó a ponerse tenso y mirarle intermitentemente de soslayo. Pero es que Javier no podía evitarlo, sus ojos no le obedecían, apenas podía pestañear; los músculos no le permitían apartar la vista ni por un segundo.

El señor no tenía pinta de hombre de negocios, ni de secretario, ni de presidente de una compañía. O puede que sí, puede que fuese el mandamás de una empresa refinada y selecta de importación del caviar. O un joyero. Quizá un cajero de supermercado. Tal vez frutero. Allí, entre los folios, los pendientes o las naranjas, se atusaría la melena y se ajustaría los cascos.

En el minuto dieciocho, el presidente-secretario-joyero-cajero-frutero de pelo largo giró su cuello para enfrentarse definitivamente a su insistente espectador. Qué faena; para dos minutos que le quedaban a Javier de viaje. La voz sorda de una mujer anunció la siguiente parada; era la suya. Javier miraba ya sin ver, con ojos casi vidriosos del esfuerzo, mientras que el hombre comenzaba ahora con el sondeo de su compañero de viaje. Dos largos minutos estuvieron Javier y el objeto de su estudio observándose detenidamente. Dos minutos que se arrastraron como sólo sabe hacerlo el tiempo, que se enredaron entre los asientos hasta que, finalmente, se deslizaron hacia la puerta en el momento mismo en que Javier se levantó y se dirigió a ella. Pestañeó varias veces y sus pupilas descansaron, se humedecieron y salieron del trance para volver a su estado original. Accionó el mecanismo de apertura y descendió el vagón, aliviado. Y así; todas las mañanas lo mismo. Decidió que debía comprarse unas gafas de sol.

lunes, 27 de agosto de 2012

Aires de pueblo


Una mujer sola, con treinta y pocos y tres hijos que alimentar. Una tienda, de esas de pueblo que abarcan cualquier género imaginable, y una panadería que regentar. Con la escasa ayuda de su madre. Una mujer de armas tomar, de agárrate que vienen curvas; esa era mi abuela.

Desde que tengo uso de razón mi abuela vivía en una casa enorme, de dos pisos; el primero de ellos ocupado enteramente por una cochera que a mí me parecía infinita, con dos puertas de entrada que ni la fortaleza de Mordor. Allí había de todo; una bici rosa de paseo, con ruedas finas y una cesta; ruedas de coches; cubos y palanganas por doquier; jaulas sin pájaros que quizá ni siquiera llegaron a albergarlos, y toneladas de cajas con quién sabe qué y en qué estado. En la parte de arriba estaba la vivienda de tres habitaciones, sencilla, sin demasiada ostentación.

Cuando era pequeña me encantaba ir a su casa. ¿A qué? A nada, simplemente a estar en casa de mi abuela; cosas de niños. Dormía a su lado en la habitación, ella en su cama de matrimonio coronada por un aparatoso crucifijo, yo en una cama supletoria cuyo colchón me engullía minuto a minuto. En invierno me metía entre las sábanas un calentador eléctrico, con una funda mullida, que yo enredaba entre mis pies por la noche y apartaba, ya frío, por la mañana. Para desayunar leche con galletas, María, claro, en taza de porcelana blanca con borde azul.

A menudo nos sentábamos en el sofá a ver la tele, detrás de la camilla, con su brasero, su faldilla, su tapete y su cristal, como está mandado. A la derecha del salón estaba la salita de costura; la máquina de coser de hierro, unida a la mesa, cuya puertecilla escondía una ingente cantidad de ovillos de lana, carretes de hilo, agujas y retales de toda clase. Pollo guisado a mediodía, porque como el pollo que hacía mi abuela no he vuelto a probar ninguno, ni quiero. Y jugar. Jugar con todo. Jugar con horteras tazas de café que descansaban en las repisas de los armarios, con perros de porcelana de miembros ya pegados y repegados, con estatuillas del niño Jesús que reposaban en sus respectivas cunas y con escalofriantes imágenes de San Pancracio. También tenía juguetes, por supuesto heredados, que yo cuando era pequeña se debía de llevar mucho eso de heredar. Reusaba juegos que antes pertenecieron a mis hermanos, a mis primos y a quién sabe cuántos niños más que hubieran pasado por la casa. Me acuerdo de una nancy de grandes ojos y pelo castaño, que solía hacer de guapa, y de otra muñeca, más feílla la pobre, con el pelo rubio platino, siempre enredado. Luego estaba la cesta que todo acogía en su seno; la barbie nudista (una señorita pelirroja de plástico blando); la casa de playmobil de la que sólo quedaban tres paredes que nunca logré unir consistentemente; la muñeca de trapo con “pelo” azul (cuatro trozos de lana colocados de aquella manera) y dos o tres pinypons, entre nosotros, unos marginados, además de otros personajes bastante variopintos que ya escapan a mi memoria.

Había gatos, pero sólo en la terraza. Mininos que venían exclusivamente a comer restos y a parir cuando se daba el caso. Y que no se te ocurriera tocarlos, porque con pensarlo bastaba para que de los animales no quedaran ni las uñas. Únicamente su dueña, si así podía llamarse, tenía el privilegio de acercarse a más de un metro de distancia.

Mi abuela era bastante alta, con el pelo corto, de ese color castaño claro, un poco difícil de clasificar, que te deben de poner en la peluquería a partir de que sobrepasas cierta edad. La recuerdo con sus gafas de montura de pasta cuyas patillas unía una cadenita que le caía por la nuca, el jersey morado, la falda negra y una cesta de mimbre que llevaba a todas partes.

La mujer era mucho de llamar sinvergüenza  o tunante, que significa lo mismo, al que se lo merecía. Qué gran palabra tunante. Y qué tunanta mi abuela, por cierto, que un día se marchó, así, sin avisar ni nada, y nos dejó a todos con la boca abierta, como siempre.

viernes, 10 de agosto de 2012

Crossroads

Algunas cuestiones no son fáciles de responder o simplemente el nudo de pros y contras las torna incontestables. Tesituras que enmarañan las redes neuronales hasta estrujar el cerebro e incluso añadirle circunvoluciones; un órgano de morfología tan complicada no se puede permitir el lujo de un funcionamiento simple. Sin embargo, la experiencia revela que, contra todo pronóstico, al final la claridad ha de llegar y casi siempre escoge el camino más obvio. 

Unos se dejan llevar y otros aceleran al máximo, pero quién consigue su meta, es más, quién tenía una meta al principio de la carrera, ah, eso es otra cuestión.

Unos conducen caros descapotables y otros cochambrosos seiscientos, unos traquetean sobre bicicletas mientras que otros únicamente disponen de sus propios pies para avanzar.

Los hay que deciden gastar su dinero en la construcción de una corta autopista directa al éxito, o al fracaso; otros lo tienen pero nunca les interesó invertir en infraestructuras y algunos, unos pocos, qué importa si con medios o no, fabrican su propia carretera comarcal, llena de baches, remiendos, cruces y curvas peligrosas, que puede les conduzca a algún lugar, o no, pero que al menos su solo recorrido es ya garantía de aventura.


En coche, en bicicleta, a pie. Autopista, carretera convencional o vereda para ganado. Cómo elegir cuando se cree tener ese privilegio, cómo descartar opciones sin poder sopesar de antemano las consecuencias. Y... qué más da el medio de transporte si el destino final será siempre el mismo.
Lo importante debería ser el paisaje, pero resulta la mar de complicado fijarse en el paisaje al mismo tiempo que uno escudriña el horizonte tratando de ver más allá de la niebla que empaña aquello que está por venir.

domingo, 15 de julio de 2012

Pintando en gris

“Dame esa cera verde”. La coges y pintas, siempre intentando no rebasar los bordes, pero es tan difícil. Ahora un poco de rojo, un poco de azul y que no falte el amarillo, es tu color favorito. Tu madre siempre dice que no hay nada como los colores vivos para alegrar la vista. Quizá por eso te viste así, para que tu disfraz de arcoíris suponga un punto extra de ánimo en sus días grises. Y te dejas hacer, porque tu madre últimamente no es tu madre. Tu madre se ha convertido en una señora mayor, en un par de ojeras, en un suspiro infinito. Ya nunca tiene tiempo para sentarse contigo a ver los dibujos o para llevarte al parque, ahora tienes que quedarte en el colegio hasta tarde. Se pasa el día en el trabajo y por la noche se deshace en quejas; que si mi jefe es un imbécil, que si no puedo arriesgarme a perder lo poco que tengo, que si a este paso nos vamos todos a la mierda. Antes ella no decía palabrotas, ahora no sabe hablar de otra manera. Y mientras tú miras la tele y callas, porque sabes que no se dirige a ti, que su monólogo se lo dedica a sí misma. No comprendes bien lo que ocurre, pero sientes la nube negra que se cierne sobre vosotras. Escasean las sonrisas en casa y debes tener cuidado para que ella no se enfade; su susceptibilidad ha alcanzado límites insospechados. Sólo cuando te acompaña a la cama asoma un resquicio de lo que era. “Buenas noches mi vida”, te aparta el pelo de la frente y te besa. Un beso húmedo, dulce y suave, cuyo rastro permanece aún durante un rato en tu piel. Ella se marcha, apagando la luz antes de cerrar la puerta. Oyes como sus pasos se dirigen a la habitación contigua. Ruido de muelles y débiles chirridos. Un interruptor. Un frágil lamento, un atisbo de sollozo y después, el silencio.

sábado, 23 de junio de 2012

El péndulo

Un péndulo. Un sistema físico que puede oscilar bajo la acción gravitatoria y otra característica física y que está formado por una masa suspendida de un punto o de un eje horizontal asegurado mediante un hilo, una varilla, u otro dispositivo (sí, Wikipedia).

El punto del que cuelga esta masa es fijo, no varía en el tiempo. Siempre es el mismo y, sin embargo, el objeto colgante oscila, se mueve, se desplaza con un movimiento periódico que puede llegar a mantenerse de forma continuada en el tiempo si no encuentra impedimento alguno a su avance. El peso oscila entorno a una posición de equilibrio, pero nunca permanece en ella, sólo pasa de largo en su recorrido hacia los extremos, a los que vuelve una y otra vez, impulsado por una fuerza que él mismo no puede controlar. El equilibrio, por tanto, existe pero nunca es permanente, sino una situación transitoria. Es más, toda situación del péndulo es transitoria, izquierda, derecha, centro y cualquier posición intermedia no son más que ilusiones que no alcanzan a durar ni un segundo, dependiendo esta permanencia, claro, de la velocidad del desplazamiento.

El funcionamiento del ser humano guarda siempre cierto paralelismo con la ciencia y las reglas físicas que la sustentan. El individuo tiene algo de pendular, seguramente alguno más que otro; ya sea en ciertos comportamientos, pensamientos o sentimientos.

Sentimientos oscilantes. La risa, el bienestar a la derecha; el llanto, el desasosiego a la izquierda y una aceleración variable del objeto suspendido entre ambas emociones. El movimiento es provocado a una velocidad diferente, no sólo distinta para cada persona; en un mismo sujeto la vigorosidad del impulso puede variar según la época, el momento. En cualquier caso, no es factible un parón en ninguna de las posiciones. Ahora bien, cuando la velocidad alcanza límites vertiginosos, el equilibrio, aunque normalmente pasajero, se vuelve casi inexistente. Esta imperceptibilidad del mismo puede convertirlo, en ocasiones, en fin altamente codiciado, como todo aquello que se desea y de lo que no se dispone, lo que a su vez posiblemente contribuirá aún más a la aceleración del desplazamiento.

Comportamientos pendulares. Alcanzar el extremo en una acción, con una decisión, ya sea acertada o errónea, y retornar al lugar de inicio. La fuerza que le impulsa, sea cual sea, impide al individuo detenerse en esa posición contraria a aquella tendencia, volviendo a la ejecución del mismo acto, la idéntica disposición ante un evento de parejas características, en cuanto ha transcurrido el tiempo suficiente para que se vea arrastrado hasta una tesitura análoga. No hay resistencia; la repetición está prácticamente asegurada.

Por supuesto cabe decir que lo escrito son exclusivamente analogías que se le pueden ocurrir a cualquier hijo de vecino y alguna vuelta de tuerca que probablemente esté de más. Esperemos el hombre no está condenado a la redundancia, aunque si se repasa la intrahistoria de cada uno seguro algo de razón se le podrá atribuir a los párrafos anteriores.

Finalmente, y para concluir la disertación, algún uso había que conferirle al ya famoso instrumento. Punto extremo tras punto extremo, estado de equilibrio tras estado de equilibrio, la oscilación araña el tiempo, le arranca un pedazo en cada vaivén, por eso el péndulo sirve precisamente para medirlo. Otros usos de este aparejo pueden considerarse menos útiles e incluso de dudosa lógica. Péndulos que alojan en su interior testigos para encontrar objetos, personas y hasta mascotas, péndulos de adivinación, a los que puedes ejecutar consultas y, si ésto es así, con certeza existirán péndulos con los que se pueda establecer una relación, su índole ya depende de la afinidad que la persona en cuestión tenga con el aparato y, como no, la habilidad alcanzada en el manejo del mismo.





domingo, 3 de junio de 2012

Remar

De nuevo el mar.
Quizá sea el mismo mar únicamente disfrazado con otro nombre, oculto en un lugar distinto.
Puede que este agua que veo ya la vieran antes mis ojos, aunque no la reconozcan.
Tal vez el puzle de espuma que surca la superficie no me resulte del todo ajeno, al fin y al cabo.




Las ondas que arduamente batallan,
Que empujan las piedras inertes,
Ya batieron otras rocas más al sur.
El agua silenciosa, 
pero al mismo tiempo bramante,
Ruge y muestra su cólera.
Y tras romperse en blancura,
Bandera de rendición,
El mar se retira abatido,
Apesadumbrado barre el fondo.
Arrastra arena, conchas y cristales,
Secuestra miedos, enjuaga mentiras,
En su oscura transparencia no hay secretos;
El mar sólo conserva verdades.


sábado, 12 de mayo de 2012

Intemporal

Me contemplaba como si me hubiese transformado en un insecto, o como si fuera transparente y lo que realmente viese fuera el cuadro que se situaba detrás de mí. La observé en silencio hasta que ella desvió de nuevo la mirada y siguió con sus tareas domésticas; limpia un poco el polvo de la estantería, barre el suelo mientras tararea casi ininteligiblemente, coloca las sillas.

Me aburro tanto. El tiempo pasa lento; templanza mordaz que raya en la burla. El reloj de pared cuelga con sorna, las agujas inertes avanzan agarrotadas, hasta el segundero ha considerado el disminuir la velocidad de sus pasos.  Ojeo las motas de polvo a contraluz, meciéndose al son de una canción inaudible, hasta que enfoco más allá, a la puerta del balcón abierta. Fuera hace sol aunque el cielo sostenga aún alguna nube impoluta. La claridad invita a salir a la calle, a disfrutar de este día de primavera. ¿Es primavera? Ya no lo sé. ¿Qué día es hoy? Frunzo el ceño obstinada en encontrar una respuesta que se esconde en algún rincón de mi cabeza. Al fin, mi mente se evade de nuevo. Miro de reojo a esa mujer que murmulla mientras ordena las baratijas de la estantería, no sé por qué está aquí, no logro adivinar quién es. 

De repente, siento un deseo incontenible de ponerme en pie y escaparme a la terraza. Aparto con cuidado la manta que cubre mis piernas y consigo incorporarme pesadamente, impulsándome con las manos apoyadas en los brazos del sillón. Victoriosa, me yergo completamente. La mujer no parece haberse dado cuenta de mi cambio de posición. Un paso tras otro, alcanzo la puerta de cristal. Qué maravilloso parece todo ahí fuera. La gente camina sin pausa, algunos solos, otros en grupo. Una chica espera el autobús mientras habla animadamente por teléfono. Trato de acercarme más a la baranda pero mi pie incurre en el error de topar con el metal; un ruido sordo se eleva en la calma de la mañana. “Pero señora”, escucho a mi espalda, “¿Dónde se cree usted que va?”. Mi funesto fallo ha alertado a la mujer de la escoba. Noto como me ase del brazo y mi cuerpo no se resiste al giro. “Vamos, que ahora mismo le pongo la televisión”. La televisión dice la inepta, ese aparato lleno de gente y de voces, de historias que no me interesan. Un impulso beligerante me lleva a liberarme bruscamente de la garra de mi opresora, que se vuelve para fijar en mí sus ojos ahora amenazadores. “Quiero salir”, le espeto, aun sabiendo que su necedad no le permitirá comprender mi necesidad de luz, de sol, de aire. “Esta tarde ya dará el paseo, ahora no se me ponga burra y vamos al sillón, que van a empezar las noticias”. El paseo, las noticias, ambos únicos y genuinos a los ojos de la que continúa observándome con cara de pocos amigos. Sé que no puedo rebelarme, así que desisto y me dejo conducir de nuevo al asiento que me sirve de prisión. Enciende el televisor y el sonido que expelen sus habitantes llena la habitación. “Y ahora quédese aquí quietecita, que voy a la cocina”. Estúpida. Siento un rechazo irracional hacia esa mujer sin garbo, sin gracia ni más de dos neuronas vivas. Odio ese trato condescendiente, esa forma de ignorarme mientras finge que desempolva el aparador o que lee una revista.

Suenan unas llaves y a continuación una puerta que se abre con ese chirrido ascendente, característico de las entradas, ya que las salidas siempre van acompañas de uno descendente.

“Hola, ya estoy aquí”. La voz suena familiar, pero mi cerebro no parece ayudarme hoy lo más mínimo en la tarea del reconocimiento. Un hombre joven, moreno y alto, bien parecido, hace su aparición por el marco de la puerta. Su sonrisa radiante desarma mis oscuras divagaciones. Ah, ya sé, éste es mi hijo. Por fin alguien conocido, por fin una persona que me es querida. “Hola”, le hablo mientras le sonrío con la boca, con los ojos y con toda parte de mi rostro que me lo permite. Se aproxima y me da un beso. “Hola mami, ¿Cómo estás? ¿Te ha tratado bien Adela?”, no dando tregua para una posible respuesta, sigue con su monólogo, “Voy a dejar el maletín y a ver qué hay de comer, ahora vuelvo. Hoy estás muy guapa mamá”. Me da otro beso, suave, cálido, y se marcha. Me siento feliz.

Qué solitaria me encuentro. Llevo toda la tarde sola. Alguien habla. Es ese aparato. Lo miro; un hombre profiere su elocuente discurso dirigiéndose a cámara, a mí. ¿Por qué está la televisión encendida? Seguro que pronto se hará de noche y yo aquí sentada, sin haber hecho la cena. Los niños van a llegar y yo no he cocinado aún, ni limpiado, ni nada. Pero esta no es mi casa, ¿o sí? No, no lo es. No estoy en mi casa. Hay una señora rondando por delante de mí, no sé quién es.


Tengo sueño, un sueño pesado y ceniciento que me obliga a cerrar los párpados. Y así, me adentro en lo desconocido desde lo también desconocido. Me dejo arrastrar, cansada, huyo de la vigilia.






martes, 1 de mayo de 2012

Días internacionales

Día Internacional del Jazz, Día Internacional del Teatro, Día Internacional de la Mujer, Día Internacional del Libro, Día Internacional de la Danza, Día Internacional del Teatro, Día Internacional de la Familia, Día Internacional de los Museos, Día Internacional de la Diversidad Biológica, Día Internacional de la Paz, Día Internacional de los Trabajadores, y así podría rellenar líneas y líneas. Días internacionales, días mundiales y días nacionales. En definitiva, días para hacer recordar a la población nacional o internacional, según convenga, la existencia de aquello que siempre está presente pero a lo que habitualmente no se le presta atención. Es necesario que un organismo decida que durante 24 horas se va a rendir homenaje a un particular aspecto de la vida, movimiento artístico, enfermedad, sector social… Lástima que la jornada termine y sea tiempo de olvidar, de aparcar lo que recientemente se consideraba tan plural y significativo. Pero ojo, que comienza otro día y hay que permanecer atento; lo que ayer era al jazz hoy es al trabajador y mañana quién sabe.

Para los que tengan la suerte de serlo, feliz Día Internacional de los Trabajadores.


domingo, 29 de abril de 2012

Quién fuera una camisa

- ¿Qué es lo que estás pensando?

- Pues… ¿qué pasaría si fuera un ser inanimado como esa tela que cuelga ahí en frente?

- Creo que has tomado demasiado té hoy…

- No seas idiota. ¿Y si el tiempo en vez de minarme de arrugas me royera, me agujereara? Es una forma de desgaste de todas maneras.

- Como una cabra…

- ¿Y si no pudiera moverme, tan sólo dejarme arrastrar por el viento como esa camisa? No tendría libertad de movimiento, ni de acción, pero esa falta de libertad quizá supondría el mayor de los descansos. No tener que plantearme cuál va a ser mi siguiente paso, si tengo que mover un pie, una mano, si tengo que subir o bajar una escalera. Flotar suspendida en el aire sin temor a hacerme daño al caer, para luego deslizarme sobre el cuerpo de algún extraño y acompañarle en su día, en su ajetreo, hasta terminar en la oscuridad de un armario lleno de otras prendas como yo. Sin deberes, ni obligaciones, sin educación, sin normas de convivencia.

- ¿Quieres ser una camisa para no moverte?

- ¿Y si mi cuerpo no estuviese formado de células vivas? No podría tener enfermedades, ni dolores, ni cansancio, ni hambre. Aun así sería susceptible al ataque de bacterias e insectos que me destruirían poco a poco, sin que yo pudiera tomar medicamento alguno o adoptar remedios para deshacerme de ellos. Me vería obligada a dejarme consumir.

- ¿Te sientes mal? Voy a ir a por el termómetro.

- ¿Y si no tuviera capacidad de pensamiento, raciocinio, ni sentimientos? ¿Cómo es no pensar? Estaría vacía. Sólo tendría existencia. Únicamente sería, estaría. Dos únicos verbos para una vida quizá eterna o, al menos, con una duración tan indeterminada que pudiera ser comparable a una eternidad. En mi devenir no habría cabida para el tiempo; sin presente, ni pasado, ni futuro, subsistiría en un instante estático y permanente. La gente me olvidaría y a mí no me importaría lo más mínimo, porque ni siquiera me daría cuenta. Una crítica, una adulación serían expresiones que no comprendería. No escucharía, no vería, no sentiría, no saborearía. No nada. No tendría miedos, ni esperanzas, no desearía tenerlas tampoco.

- Oye, en serio, no entiendo nada de lo que estás diciendo… Me voy dentro, cuando acabes con tus paranoias te dejo volver.

- Ser algo pero ser nada al mismo tiempo, porque si no puedes tener consciencia de ti mismo realmente no existes, o sí, pero tu existencia sería ajena, nunca te pertenecería. En fin, dejémoslo. Quién fuera una camisa.

martes, 10 de abril de 2012

Cuando se cierra el telón

El pijama me arrulla. El café humea. La luna corre descalza sobre los tejados para dejar paso a un sol que los alumbra mientras me dedica una sonrisa burlona. Tejados en los que los gatos han sido sustituidos por antenas y las tejas por cemento. Tejados que no son tejados sino azoteas, que suena peor.


La noche se escapa después de haberme prestado ya todas sus horas. No sé qué hago bebiendo café ni por qué sigo mirando ensimismada por la ventana de la cocina. Ya que estoy, aún con la mente turbulenta y emborronada, esbozo recuerdos de no hace tanto. Poco a poco, palabra a palabra, lo consigo:

Un sustantivo: beso.

Un verbo: regalar.

Un adjetivo: mentirosa.

El resto llega rodado. Mentiras llenas de silencio. Medias verdades con sabor a cerveza que dejas en otros labios para no seguir cargando con ellas. Sólo dos protagonistas y espectadores de la misma farsa. Minutos de ficción sin ciencia ni sentido alguno.

Engañar buscando consuelo o dejándote llevar hacia la salida fácil, sin maldad, pero siendo consciente, o al menos semiconsciente, de tu papel en la escena, de las exigencias del guión. Cerrar una puerta sin mirar atrás.

Dejar la botella en el suelo junto con algunos restos de cordura y subir los escalones insegura, tambaleante, intentando no hacer ruido.

 Y ya está, y es todo; la obra llegó a su fin.

Quizá tendría que haber optado directamente por la oscuridad del sueño; la luz no me ha sentado bien, y el café tampoco.

Guerra y paz

Y le miró como diciendo “qué me estás contando”. Todos aquellos arrumacos caían en saco roto, y él lo notaba, sentía el saco más y más vacío con cada caricia que recibía.

La luz del sol daba un toque distinto a su pelo, más rojizo, que sujetaba detrás de las orejas. Le miraba con sus ojos de miel como suplicando una respuesta a la pregunta que no se había atrevido a pronunciar en voz alta. La comisura de sus labios aun mostraban los restos de carmín que los besos no consiguieron borrar.
Se hizo el tonto y dirigió su mirada a la habitación, como si existiese un horizonte más allá de la pared de enfrente. “Vaya leonera”, comentó, para salir al paso, para evitar la intimidad que la luz de la mañana ahora convertía en algo violento. Sentía los ojos de ella fijos en su nuca, tratando de hurgar en sus pensamientos, pero tenía la certeza de que no lograría penetrar; la coraza estaba en su sitio. No obtuvo respuesta a la afirmación, lo de escaparse por la tangente nunca se le dio demasiado bien. Finalmente, llegó a la conclusión de que tendría que volver a aguantarle la mirada a aquella musa que compartía su edredón.

“Dime qué pasa”. No perdía detalle, qué astuta. Los rayos del sol acariciaban sus hombros desnudos. Examinó con un simple vistazo su apetecible cuello y se detuvo en su tatuaje. Maldito dibujo que tantas maldades suscitaba a sus hormonas. No, no era el momento. Allí estaba, una chica, “la chica”, y él no sentía más calor que el que traspasaba el crista de la ventana y el que las ganas de la mañana le provocaban. Obligó a sus neuronas a funcionar. Se aclaró la garganta, dio la vuelta a su lengua pastosa, para asegurarse que después de tanto jaleo aún seguía ahí, y preparó la mentira desde lo más profundo, para que saliera limpia y aseada, pero siempre natural. “No pasa nada, no sé por qué lo dices”. Ya estaba. La besó fugazmente y se levantó. “Voy a por agua”.

Mientras se encaminaba a la cocina intentaba analizar la situación, pero el alcohol se había propasado con su pobre cerebro; los pensamientos le salían en hilos, en colgajos que no lograba unir. No deseaba hablar, no quería decirle nada más, mejor no darle vueltas al tema. Continuamente le asediaban imágenes de aquel maravilloso cuerpo encima de él, del ansia y la sed que le invadían hacía tan sólo unas horas. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al fin, cogió un vaso y lo llenó de agua, le dio un sorbo lento, distraído. Entonces, oyó un ruido y se giró para ver cómo su enemigo abandonaba el campo de batalla. “¿Te vas ya?”, preguntó con una sorpresa que sonó artificial, de lata, como si la respuesta no fuera lo suficientemente evidente. Ella, despeinada, las ojeras asomando, con la chaqueta de cuero a medio poner, se detuvo, dejó caer los brazos y subir la mala leche, que se instaló en sus cejas para dar forma a dos arcos perfectos. Cuatro palabras brotaron de su boca en procesión, melodiosas, con un tono y una armonía dignos del mismísimo Cela: “Vete a la mierda”.


El portazo le dejó solo de nuevo, con su armadura brillante, intacta. Una vez más, había resultado ileso.

jueves, 15 de marzo de 2012

Ver en la oscuridad

Desde el árbol, oteaba el horizonte en la opacidad de la noche. Allí donde todo parecía de color negro, él podía ver y sentir.

Durante el día, tenía miedo de que lo que le rodeaba permaneciera tan luminoso que sus ojos se cegaran eternamente. Mantenía las alas plegadas mientras el resto de las aves alzaban su vuelo al sol y, entonces, las envidiaba a todas y cada una de ellas. Escuchaba el aleteo a su alrededor, los graznidos, los cantos y sabía que no podía acompañarles. Le habían contado que algunas incluso emigraban a otras tierras durante el período invernal, para volver con el buen tiempo. Otras, cazaban en el agua o incluso sabían nadar. Grandes hazañas frente a la impotencia de la que él se sentía dueño.

Se irguió alertado por un ruido cuya procedencia no era capaz de distinguir, giró su cuello para localizarlo, pero pareció perderse en la lejanía. Y en aquel instante, se dio cuenta. Esas señoritas que volaban con la luz ahora se estremecían en sus nidos, muertas de miedo por la negrura inexorable. Mientras, él estaba allí, viendo lo que nadie podía ver, oyendo lo que nadie podía oír. Quizá viviera en una oscuridad permanente, era consciente de que nunca percibiría la realidad tal y como lo hacía el resto, pero aquella era su propia realidad, más lóbrega y sombría, pero le pertenecía. Se sintió poderoso y dueño de sí mismo. Extendió las alas y las batió al mismo tiempo que sacudía su cuerpo. Era el momento; se desplomó sobre las tinieblas para buscar su próxima presa.


jueves, 8 de marzo de 2012

Música y señales

No sé si la música te elije o a ti o tú la elijes a ella. A veces dudo. Puede que esa canción lenta, de acordes rotos, suaves, que desgarran, que casi duelen, se reproduzca en tu mp3 en un momento dado de forma aleatoria, sin ninguna explicación. Puede que el hecho de que en un instante las notas bailen al son de tu estado de ánimo no tenga nada que ver con las señales, ni con nada incomprensible o profundo. Puede, también, que los latidos de esa canción que consigue provocarte una sonrisa no estén sincronizados con el sol espléndido de la tarde. Quizá las lágrimas vengan primero, la música después; pero en ocasiones es al revés.

Nada como la música para alegrarte, para relajarte, para recordar, para divagar. Bailar en sueños al compás de una melodía, dejar a tu mente imaginar toda una historia tejida con hilos invisibles. Y se acaba. Y llega otra, pero esta vez las notas no encajan en el puzle, la canción no tiene sentido en ese momento y tu cerebro parece rechazarla. Ahí la tienes, sabes que te gusta, que es fantástica, pero tus neuronas no la admiten porque, sencillamente, no es el tiempo para esa letra, para ese ritmo. A veces llega un límite en el que te encuentras con una lista de canciones inacabable y no haces más que escuchar dos, o tres. El resto te encantan, pero no conectan contigo ahora, son canciones que sientes van “a contracorriente”.


Canciones como señal; vinculación directa con un hecho pasado, con una persona, con una situación. ¿Existen las señales? ¿O existe la interpretación que nosotros hacemos de lo que vemos? ¿Significa algo que hayas visto el mismo modelo de coche casi todos los días desde hace un mes? ¿O es que tú necesitas darle un significado? Lo desconocido, el destino, las predicciones, lo místico y exotérico. ¿Y el horóscopo? ¿Y los signos del zodiaco? ¿Y las cartas astrales? No crees en esas cosas hasta que un día lees las supuestas características de las personas propias de tu signo y las encuentras hasta acordes con tu personalidad, con cómo eres o crees ser. Luego, lees las de algún conocido y también te parecen encajar, así que al final lo dejas, no sea que lo acabes creyendo de verdad.

¿Por qué hoy? ¿Por qué me ha pasado esto ahora? Y por qué no. Lo que cuenta no es lo que ocurre, sino la interpretación que le damos y ésta, a su vez, depende de cómo nos sentimos, de nuestro ambiente, de nuestra intrahistoria. 
Todo depende y, al fin y al cabo, si quieres, cualquier suceso puede convertirse en una señal.

miércoles, 29 de febrero de 2012

Reyes

Se levantó del mugriento sofá exhalando un suspiro de resignación. Era la hora, debía acudir a su cita diaria, el único compromiso que ocupaba su tiempo. Tommy se acercó y le olisqueó los pies mientras agitaba su peluda cola; sabía que era el momento de respirar aire fresco.

Fue al cuarto a por su instrumento. Tardó un rato en encontrarlo entre todos los trastos que inundaban la habitación. La lámpara rota en la mesilla de noche, la cama sin hacer, las cortinas cuyo color ya ni si quiera era descriptible. Entró en el baño y se miro al espejo; el rostro oscuro y arrugado, casi oculto por la espesa barba que no recordaba cuándo fue la última vez que afeitó, esos ojos pequeños, que sabía eran suyos, pero que ya no reconocía. El color marrón de su iris ya había desteñido, los años y la desidia ahora ocultaban su brillo, sólo el olvido latía alrededor de sus pupilas; un olvido acomodado, había encontrado la residencia perfecta. No le gustaba mirarse al espejo porque era como observar un cuadro de insidiosa verdad. El golpe era duro aun sabiendo de antemano lo que iba a encontrar. Bajó la vista y pensó en abrir el grifo, pero recordó que nada circularía por las cañerías pues habían cortado el agua hacía meses. Al fin se decidió, cogió su abrigo largo, la funda de piel y salió, dejando que Tommy le adelantase en la escalera.

Bajó la calle empujando las miradas de la gente, recelosas, esquivas. Él sólo deseaba pasar desapercibido. El señor del traje y corbata, el niño que saltaba tras su madre y la señora que apretaba su bolso contra el costado, desconfiada. Pasó por delante de todos aquellos escaparates llenos de ropa y de maniquíes insulsos.

Llegó a su esquina. Allí era; el escenario preparado para un público que nunca permanecía hasta el final del concierto. Abrió la cremallera y extrajo su saxofón. Aquel instrumento tan viejo como él, tan encorvado, tan usado y, sin embargo, tan lleno de fuerza. Colocó con delicadeza la boquilla en sus labios y sopló, dejó que hablara por él, porque era la única manera de hacerse escuchar. Las notas flotaron por el aire como si fueran gotas de agua condensada, como niebla que envolvía a los viandantes, que, distraídos, continuaban con sus quehaceres, sus idas y venidas. Una niña pasó y se detuvo delante del viejo músico negro. Él la miró y ella comprendió, como sólo entienden los niños, su tristeza, el desamparo que destilaban sus entrañas en aquella canción. Entonces, su madre volvió y la agarró de la mano para continuar arrastrándola calle arriba.

Una sombra más, una luna más. El perro se sentó a su lado, como un vigía, examinando a las personas que se cruzaban con el artista. Miraba con altanería, parecía juzgarles. Levantó el hocico hacia su dueño y movió el rabo. Sólo la música les acompañaba, aquel sonido conseguía ahuyentar a la soledad y a la miseria.
Cada noche, aunque fuera por unas horas, ellos eran los reyes.


Este señor de la ilustración no es el músico al que me refiero, está claro, pero es que él no se deja fotografiar.

viernes, 17 de febrero de 2012

Tanta gente

Tanta gente. En la calle, en los bares, en el autobús. Por momentos apretadas, pegadas, casi unidas por una cremallera. Con cierta perspectiva pueden observarse a veces formando una masa heterogénea; aparecen ante tus ojos como un gran rebaño, semejantes a esas manadas de ñus de los documentales, subiendo por las escaleras al salir del metro.

Incluso en casa, no creas que estás solo, porque no es así. En cuanto tengas el móvil cerca, tantos individuos como contactos cuentes en tu agenda que pertenezcan al mundo “whatsapp” están dispuestos a escuchar todo comentario que quieras dirigirles. En cualquier momento, a cualquier hora. Si enciendes el ordenador la situación es semejante; facebook, twitter, tuenti. Cientos de personas, incluso miles en algunos casos, pegadas a sus pantallas para darnos a conocer sus vidas o tan sólo disponibles para una conversación casual. Tanta gente.

Un aparato de compañía; la televisión, cuya popularidad ha bajado a la altura de la del microondas, eclipsada por causa y efecto de la red. Decenas de canales donde distintos tipos de presentadores, actores y demás animales del género nos entretienen, nos informan, nos enseñan, nos emocionan, nos enfadan e, incluso, nos hacen pasar miedo. Hay gente que enciende la tele y la deja ahí, solitaria, mientras se dedica a sus quehaceres. Ella, desolada, habla para telespectadores que ya ni siquiera están preparados para prestar atención a nada, porque tienen que repartirse, además, entre todos sus dispositivos electrónicos. Demasiadas personas a la que atender, nos faltan orejas, manos y bocas. Tanta gente.

¿Qué era de nosotros cuando nada de esto existía? Aquellos tiempos en que si no querías llamar a tu amigo había que mandar un mensaje de texto y acortarlo, claro, al mínimo para que te permitiera tan sólo un envío. En realidad el whatsapp es de ayer por la noche, de madrugada, cuando despertamos y pensamos “guau”, dos contactos tienen whatsapp. Luego fueron tres, y cuatro y… cienes y cienes, que diría Sabina. De repente, ya no estábamos nunca solos y era extremadamente fácil comunicarnos con todo el mundo, para bien y, en ocasiones, para mal. Tanta gente.

De hace un par de días ya es el surgimiento de las redes sociales. Entre humo, entre frases de “¿esto cómo coño va?” nacieron las chicas. Jóvenes, inexpertas, al principio no nos imponían muchos deberes. Luego, con el tiempo, han cogido confianza y casi hay que pararles las manos, y los pies, para que no desparramen tu vida por la red. Vida, de la que, por otra parte, somos nosotros mismos los que elegimos hacer al resto de nuestros “amigos” partícipes. Pero son nuestros amigos, gente a la que conocemos… ¿o no tanto? En fin, que las chicas ya hasta nos preguntan si no queremos compartir algo con ellas, nos cuestionan, incluso, que no nos haya pasado nada en toda la semana. El próximo paso será que se mosqueen y no nos dejen visitarlas en un mes. Qué amantes tan exigentes.

De cuando no había televisión no voy a hablar porque no me siento autorizada para hacerlo, no es una época que me corresponda, ni una historia que pueda contarse sin haberla vivido. Claro está, como ya he mencionado, su pérdida de popularidad hace que muchos piensen, así, a la primera, “yo podría vivir sin ella”. Yo misma he sobrevivido sin tele, y ahora malvivo con cuatro canales. Ojo al dato: ahora las series están en Internet.

No parecemos saber estar solos. La soledad, está relegada al fondo del armario, es síntoma de aislamiento social, de retraimiento. La tememos. Creemos no tener compañía, pero nunca dejamos de rodearnos de voces, de palabras, de fotos que nos recuerden que hay alguien ahí. La era de la comunicación. Y de la dependencia. La extinción del silencio. Tanta gente...


lunes, 13 de febrero de 2012

Tratado sobre la ceguera o cursilería para leer en San Valentín.

El corazón, órgano siempre subestimado, es un músculo potente. Bombea sangre a todo nuestro organismo, nos oxigena, nos da la vida, permite que todos los nutrientes y las defensas lleguen a cada rincón del cuerpo humano, y, aún sabiendo todo esto, se afirma que el amor es ciego, acusando a nuestro órgano promotor de tonto, de sufrir de una idiocia profunda. No nos damos cuenta de que nos estamos equivocando de víscera; es nuestro cerebro el que nos engaña, el que tergiversa las cosas.


Ahora bien, lo que sí es necesario aclarar es que el corazón puede padecer de diferentes dolencias oftalmológicas. Hay gente que tiene corazones miopes, no ven bien de lejos y se creen enamorados de la primera persona que aparece por la calle. Es típico de estos individuos que tras el acercamiento del objeto de su deseo  se percaten de la verdadera visión y, entonces, aquello que pensaban era amor se convierte en “pues de cerca no es gran cosa”. El peor trastorno es el de las personas cuyos corazones sufren de astigmatismo. En este caso, el efecto es el contrario que para los miopes; no apreciarán adecuadamente a los amores que tienen cerca. Primeramente, a estas personas no les gustarán los sujetos que ven de lejos, porque están demasiado nítidos y, por tanto, es muy fácil encontrar sus defectos. Sin embargo, cuando estos se han acercado lo suficiente se produce la fatalidad: el corazón astigmático se enamora locamente del otro, ahora borroso. Esa poca claridad lleva a la persona a crearse una imagen mental donde dibuja los contornos de su amor con líneas gruesas, bien marcadas, pero demasiado perfectas. Como no podrá comparar su creación con la realidad, puesto que no ve esta última, seguirá adelante feliz con su ilusión que le aporta todo lo que necesita. Puede pasar en este último caso que el corazón recupere la vista; poco a poco, de forma casi imperceptible, la persona enferma se va percatando de cómo el ser verdadero no corresponde con la ficción que ella tenía en su mente y, de esta forma, aquel amor idílico desaparece.

En ambos casos puede aconsejarse el uso de gafas, que ayuden a los sujetos a resolver los problemas oculares de su corazón, pero no se asegura su eficacia al cien por cien. Se recetan también tabletas de amigos, que no bolsas. Amigos de esos que te apalean una tarde al sol o una noche delante de un par de cervezas; lo mismo les da matarte de risa que herirte con la verdad. Se recomienda tener siempre amigos de esta índole cerca, sobre todo si usted sospecha que puede padecer alguno de los síntomas anteriormente descritos.

Por último, el mejor consejo es siempre el ejercicio: el ejercicio mental para tener un cerebro en buena forma capaz de paliar las faltas que nuestro corazón pueda tener. Hay que ser cuidadoso con ambos órganos, nunca sospechemos si quiera que los podamos someter a nuestro control, porque son ellos los que nos controlan a nosotros y nos engañan hasta llevarnos por el camino que desean.

Al fin, sintiéndolo mucho, he de decir que no se ha inventado aún la medicina que nos proteja contra los amores perros, aquéllos que matan, aquéllos a los que tú querrías matar, los que te provocan pequeños rasguños hasta herirte, los que querrías duraran toda la vida y no duran más que un día, los imaginarios, los reales, los mayores, los pequeños, los crueles, los condescendientes, los demasiados arduos, los demasiado fáciles, los nocturnos, los diarios, semanales y hasta los mensuales. Porque todos ellos son necesarios, son los adornos de la vida, los que le dan emoción, para hacernos gozar y reír, y los que le quitan luz, para que podamos sentir dolor y, así, resurgir de nuestras cenizas. Esa es la historia y, queramos o no, el amor es el único motor del mundo, ya sea el amor de corazones visionarios o el de aquéllos que casi padecen ceguera crónica.

domingo, 12 de febrero de 2012

Domingo roto

Marga se despertó y entre la sombra de sus legañas pudo distinguir la luz que entraba a través de la ventana. No sabía qué hora era, ni quería saberlo; hoy no. Deslizó sus piernas entre las sábanas y disfrutó del frescor de aquella nueva zona inexplorada. Un domingo más, un día más… ¿o no? Quizá algo había cambiado. Miró el techo blanco, vacuo, y se sintió un poco así, sin contenido, sin estampados que adornasen su interior. Harta de todo lo que siempre le rodeaba; cansada de la rutina, de las horas que pasaban sin dejar huella, de las mañanas de metro, de las tardes de televisión y sofá.

Cada día se encontraba rodeada de toda esa multitud, que iba, que venía, subiendo escaleras, bajando en ascensor, personas con prisa, señores lentos, niños ruidosos, jóvenes que parecían de otro planeta. Y luego estaba ella. Las ojeras surcaban sus ojos, síntoma de otra madrugada en vela, los labios agrietados, los hombros caídos, la mirada perdida. Podía adivinar los pensamientos de la gente cuando la veían pasar, la lástima flotaba y la rozaba. Su soledad se podía oler y lo sabía.

Escuchó el silencio que bullía en el ambiente, sólo la casa hacía ruidos para demostrar su presencia; crujidos de la vida inerte que despertaba aquel domingo de febrero. Decidió levantarse y se dirigió a la cocina en busca de su dosis matinal de café. Sus tazas aún seguían allí, las que compró en Ikea justo un mes antes de irse, de dejarla en aquel piso lleno y vacío de ella al mismo tiempo. Todo eran recuerdos; los cuadros que nunca le habían gustado, la estantería de madera llena de polvo, el sofá rojo que tanto le gustaba. Mucho espacio libre para tan escasa presencia.

Se había ido y no iba a volver, eso era algo que sabía, porque aquel viaje que emprendió tiempo atrás no tenía retorno. Un éxodo que no permitía elección. Su cuerpo había decidido acabar con ella y lo había conseguido. La había martirizado, la había estrangulado, la arrastró hasta un abismo de dolor y enfermedad. Mientras, Marga sólo pudo ser una espectadora de aquella película que nunca quiso ver. Escena tras escena se fue consumiendo en la amargura de la impotencia, hasta que llegó el final y ni si quiera hubo títulos de crédito, los actores quedaron siempre en el anonimato. El director del largometraje, un energúmeno asesino, no escatimó en poner a su servicio a todas las células de su ser.

Ahora, una vida resbalaba delante de ella, se retorcía y reptaba. Todo ese tiempo, un futuro que hubiera regalado por borrar aquel año. Tendría que seguir, aún sin saber de qué manera, sin acordarse de cómo se saltaba al vacío. Debía dejar atrás las cenizas, o mejor, apartarlas a un lado para poder caminar entre ellas.
Sonó el teléfono.

-          Marga, ya hace una semana que no hablamos, ¿estás bien hija?- La voz preocupada de su madre la devolvió al mundo real.
-          Sí mamá, es que he tenido mucho trabajo, lo siento.- Respondió sin mucho entusiasmo, ya ni si quiera trataba de convencerla.
-          Está bien, pero vente mañana a casa, anda, que tu padre y yo tenemos ganas de verte. No puedes seguir así, tienes que salir, animarte.
-          Mamá, me están llamando al móvil, lo siento. Hablamos pronto.- Se despidió Marga, colgando el teléfono.

     Aún no, no quería. Necesitaba seguir siendo la única náufraga en su isla.
     Volvió a la cama y se enterró bajo el edredón. Otra mañana de domingo, el principio de otro día que olvidar.

sábado, 4 de febrero de 2012

A tarde

Camina sola por las calles empedradas; repletas de adoquines que, con sólo un poco de nieve, darían lugar a una inigualable pista de patinaje e incluso, en ciertos lugares, a auténticas pistas de esquí.

Otra cuesta empinada que flanquear. Obliga a sus piernas, ya cansadas, a escalar el plano inclinado que parece nunca acaba. Al fin alcanza la cima y una vista increíble aparece ante ella, sonríe involuntariamente, de satisfacción, orgullosa de ver dónde ha acabado sin ni si quiera proponérselo. Cruza la calzada tapizada de asfalto y acero, para acercarse al enorme balcón que se asoma a la ciudad. Allí están todas las fachadas de colores, desgarradas por el paso del tiempo, agrietadas, arrugadas como ancianos, pero al mismo tiempo soberbias. Paredes que observan las aceras que se ciernen a sus fríos pies, por ellas los transeúntes, ajenos a su vigilancia, apuran sus vidas, sus horas. Seres insignificantes para tan ancestrales estandartes de la historia.
Dirige la vista un poco más arriba esta vez, hacia aquel lugar donde todo es piedra. Rocas moldeadas, colocadas para dar forma a un gigante que gobierna la urbe, símbolo bélico de otra época.

Después de tan grato descubrimiento decide comenzar el descenso, siempre siguiendo los hilos de metal cosidos al pavimento. La bajada es más sencilla. Recorre las aceras de tamaño unipersonal, que obligan a los individuos a desviarse cada vez que sus pasos se encuentran, hasta dar con el lugar que buscaba. Ahora el gentío inunda la calle. Las terrazas, islas en medio del mar de personas, están acompañadas por estufas, como vigías erguidas entre la multitud.

El frío le muerde la cara y las manos, pero se deja hacer, incluso tan áspera sensación térmica se convierte en agradable rodeada por ese ambiente. Ahora bien, no todo es complacencia. En cada esquina asoma la pobreza. Entre suciedad lastimera, las manos se tienden ansiosas buscando que alguna moneda las toque. Almas sin rumbo se arrastran por los adoquines, la mirada perdida en un ayer que les abandonó a su suerte.

A un lado de la calle descansa un coche verde, antiguo. En uno de sus laterales se puede leer: “Silencio, cantan guitarras”.

sábado, 28 de enero de 2012

Personas y gusanos

A veces una simple conversación sirve. Únicamente unas palabras, aunque no sean del todo acertadas, e incluso aunque no te las creas completamente porque eres un incrédulo de narices. Sólo es necesario charlar durante un rato con esas personas que tienes cerca, tan cerca que no ves, porque ocurre como con la pantalla del cine, que cuanto más pegado a ella estás, más te cuesta abarcar toda la escena. Y entonces reparas en la luz. Joder, si había luz fuera.


La situación me recuerda a los gusanos de seda, no por su inigualable don para la palabra que los hace tan buenas mascotas, sino por el hecho de que vivan en cajas de cartón (todo el mundo sabe que es el hábitat natural de estos bichos). Resulta que las personas también pueden vivir en cajas de cartón, en la penumbra, de manera que la claridad penetra sólo por esos agujerillos de tijera (o boli bic en su defecto). Así, el “individuo-gusano” sólo se centrará en sus quehaceres; ya se sabe, que si muerdo la hoja, que si camino hasta la siguiente, qué duro es el camino, cómo me canso, vaya mierda de caja… Mientras, fuera hay un universo desconocido para el señor insecto, que no ve más allá de su caja de cartón y oscuridad.

Ay, pero cuando alguien le muestra un poco de luz al animal la cosa cambia. El susodicho se levanta y menea su cuerpecillo como buscando una salida en las alturas. Claro, es que se da cuenta de que algo ocurre ahí fuera y, además, si mira a su alrededor, verá la cantidad de gusanos que le rodean entre esas paredes de cartón, todos inmersos en sus preocupaciones y tareas insectívoras.

Menos mal que los gusanos tienen lo de la seda, los capullos y la metamorfosis; aunque el resultado en su caso sea una mariposa gorda y fea, por lo menos cambian de formato y de manera de ver las cosas. Los humanos muchas veces siguen en su condición de lo que se puede llamar “estado-gusano” hasta el fin de los días, sin darse cuenta de que hay vida más allá de su hoja y de su caja.

Sólo una puntualización: no confundir “individuo-gusano” con “individuo-capullo”, que estos últimos ya pertenecen a otra especie.