viernes, 5 de julio de 2013

Al agua patos

Esos estupendos parajes de recreo alfombrados con un césped suave y agradable al tacto. Esas grandes bañeras alicatadas, llenas de agua refrescante, cristalina y pura. Esos jóvenes de tez morena, por cuyo torso desnudo resbalan redondas gotas que caen al suelo como si no les hubiera afectado el liso camino. Esas maravillosas chicas de piel de melocotón con biquinis minúsculos y melena almidonada al viento. Esos paisajes repletos de vida. Y, por supuesto, repletos de bichos, de niños gritones, de señoras nadando cual boyas flotantes, de adolescentes temerarios. Por si alguno aún no se ha percatado, me refiero a esos lugares denominados piscinas. Qué hay más típico del verano que una maravillosa piscina y su flora y fauna endémicas.

Ayer me di mi segundo baño del verano y mi primero en una estupenda piscina municipal. Los comienzos siempre son duros. Entrar en el recinto, pagar (esto sí que escuece) y buscar un sitio que se adecue a tus gustos y expectativas. No muy lejos del agua, que haya sol y sombra, que no sea un oasis de tierra y piedras, que guarde distancia con los grupos de chicos y chicas y su halo de hormonas, pero también con las mamás y sus retoños llorosos, y si, como es mi caso, estás en un pueblo, que no esté cerca de esas personas de las que antes eras amiga pero ya no, de las que te dejaron de hablar, de las que tú dejaste de hablar, de las que no te apetece saludar, de las que un día se enfadaron, de las que te miran mal, de las que miran demasiado... En fin, una odisea acuática. Pero se consigue, al final, se consigue.

Y colocas la toalla sobre la hierba. La primera toalla que has encontrado en el armario, un pedazo de tela de un color que podría ser gris, totalmente pasado de moda, en el que, si te esfuerzas, se puede leer algo así como “Expo '92”. La otra opción era llevar conmigo a los 101 dálmatas. Me parecieron muchos para meter en un bolso. Te quitas la ropa, atenta a como se desprende de tu cuerpo y a cómo el bikini se adapta debajo, no sea que muestres más de lo que te gustaría. Sujetas, tiras y colocas. Y subes y bajas, y te miras y te remiras hasta que todo parece estar en su sitio. Lista para el agua.

Mientras los niños se tiran desde todos los ángulos y de todas las formas posibles, tú te sientas temerosa en el bordillo, intentando mantener el decoro y la dignidad cuando el agua se empieza a colar por rincones delicados. Por fin, aguantas la respiración y te lanzas como una sirena mediterránea al agua azul. Azul. ¿Azul? Las baldosas y la pintura de las piscinas siempre son azules. Debe existir alguna razón. ¿Qué demonios tratan de ocultar? ¿Es sólo el azul del fondo y las paredes o también es el propio líquido el que adquiere esa tonalidad debido al cloro y demás químicos que le añaden? Quizá sea mejor no enterarse. Comienzas a nadar y, casi a la vez, a hacer guiños la mar de sensuales con unos ojos cada vez más irritados. Te cruzas con gente que parece creer estar en una competición y con  señoras de grandes gafas de bucear totalmente empañadas que, como si se deslizaran por una balsa de aceite, se aproximan lenta y apaciblemente. Por si tuvieras que evitar ya pocos obstáculos, cada dos brazadas aparece un infante de los fondos oceánicos, o del aire, o de cualquier punto que puedas imaginar. Después de un rato peleando con los moradores de ese hábitat peculiar, te resignas a poder completar un triste largo y decides volver al calor de tu acogedora toalla.


Regresas a los vestigios de la Expo. Pero ya no estás sola, te han rodeado. Allí están, como si nada, las mamás, dando plátanos y gusanitos a los mocosos desnudos, los chavales con su horrible música saliendo a todo volumen del teléfono móvil y cualquier persona que antes hubieras tratado de evitar. Un ejército inquieto y ruidoso. Suspiras y coges tu toalla para acercarte un poco más a la zona de sol, por lo menos esperas irte un poco más morena de lo que llegaste. Te colocas boca abajo y, casi sin querer, te detienes a observar el césped. La hierba poblada de hormigas. De bichos de diversas formas y tamaños que te miran desafiantes. Lo mejor será cerrar los ojos. Así aguantas una media hora, entre conversaciones a grito pelado, llantos y picaduras de vete tú a saber qué agradable insecto. Transcurrido ese tiempo, te incorporas y te preguntas por qué no te quedaste en casa tranquilamente bajo el aparato de aire acondicionado. Rectificar es de sabios y ya has cumplido con la tradición. Recoges y te marchas. Respiras hondo. Aún queda verano para acostumbrarse.


miércoles, 3 de julio de 2013

Aires de pueblo II. Un portal a otro universo

Hacía calor, así que decidí entrar en la estación de autobuses. Aún tenía que esperar una hora hasta poder coger el siguiente coche que por fin me llevaría a casa. Nada más cruzar el umbral me di cuenta de que hacía tiempo que no pasaba por aquella transición, por ese portal a otro mundo, el rural. Una ventana hacia un universo paralelo cuya complejidad supera con creces a la de cualquier puerta interestelar o agujero al inframundo. En ese estado de metamorfosis me hallaba, cuando comenzaron a asaltarme recuerdos de hace mucho, de todas esas veces que llegué hasta allí cargada de maletas y mochilas llenas de papeles y libros. Me invadió entonces un extraño sentimiento de nostalgia que, lejos de provocarme ninguna tristeza, dibujó una sigilosa sonrisa en mi boca.

La primera habitación que hacía de sala de espera estaba rodeada por asientos de plástico, antes blancos, ahora amarillentos, que custodiaban firmes y orgullosos unas paredes con cuyo desgastado gotelé hacían juego. No recuerdo haberme cruzado con ninguna persona joven. Todos los que por allí pululaban, arrastrando maletas, acarreando grandes bolsas de cuadros y bolsos de viaje de formas y colores indefinibles, superaban al menos el medio siglo. Los señores lucían, por norma general, camisas de rayas y pantalones de tela. Las barrigas de algunos colgaban sobre los cinturones demasiado apretados, otros estaban tan flacos que eran los cinturones los que colgaban ante el hueco dejado por unas tripas a duras penas adivinables. Algunos llevaban deportivas blancas, porque tienen que ser blancas, y otros unas sandalias de un corte bastante peculiar. Sólo unos pocos presumían de gorra o sombrero. Las escasas mujeres que se divisaban por la zona también solían coincidir en el look elegido para la ocasión: camiseta de tonos pastel cubierta de unos poco discretos brillantes y pantalones de pinzas. Llevaban el pelo corto, rubio ceniza o cobrizo, con ese estilo tan característico que adoptan las féminas made in Spain llegada una edad.

Una vez analizado el escenario y los actores, opté por seguir avanzando, más adentro, hasta alcanzar el pasillo que cruzaba toda la estación y en el que también había algunos bancos. Me senté al lado de unos tipos, dejando algún asiento de por medio, para conservar mi independencia del grupo y poder escuchar y observar sin que se me incluyera en la banda. Que se les veía pinta de acogedores.

Tras pasar un rato observando los caducados anuncios de muebles que coronaban las ventanillas de venta de billetes, se me acercó una mujer de unas 70 primaveras. Al menos las aparentaba, quizá incluso sumara algún invierno más. Estaba demasiado morena y profundas arrugas surcaban las comisuras de sus labios. Llevaba una camiseta color salmón y un collar largo de perlas, bastante pasado de moda. “Cuídame ésto mientras salgo un momento a fumar un cigarro”. No fue una petición, fue una orden clara  y concisa. Mientras hacía un gesto afirmativo y le expresaba mi conformidad, la señora ya había plantado su maleta negra a mi lado y se había largado hablando sola. Así que allí me quedé, cada vez más sorprendida de que todo aquello pudiera llegar a ser tan entretenido. Era como haber caído de pronto en una novela sobre la castilla delibiana.

El grupo de hombres que se encontraban a mi derecha no parecían tener mucha conversación. Hacían comentarios sobre el tiempo y criticaban a los conocidos que pasaban. Uno de ellos, por lo visto sordomudo, ponía cara de interesante bajo unas gafas de sol tipo Ray-Ban y una descolorida gorra de Goodyear. Hacía gestos y el resto le correspondía de la misma manera, aunque ninguno de aquellos vigorosos aspavientos parecía tener mucho sentido. De vez en cuando daba un gritito grave que me sobresaltaba. Al fin volvió la señora de la maleta y el cigarro y se sentó a mi lado mascando afanosamente un chicle, “¿tú a dónde vas? Es que la de la taquilla no está, siempre llega tarde". Le dije adónde iba, pero la tertulia no dio mucho de sí. La mujer volvió a levantarse y se dedicó a recorrer el pasillo murmurando algo.

No me dio tiempo a relajarme. Había llegado un nuevo colega que gesticulaba muy entusiasta ante los del banco de al lado. Entonces, empecé a notar las miraditas y a sentir una clara premonición de nubes y chubascos. “Hola guapa, ¿cómo te llamas?”, me preguntó el visitante mientras me ofrecía su mano. Torcía la cabeza de una forma un tanto inusual y se retorcía los dedos. Tengo un imán para cierto tipo de personas. Contesté con mi nombre y el susodicho se acercó para plantarme un beso en no sé bien qué lugar de mi cara. “No, besos no”, me defendí. Se apartó, aunque no pareció ofenderse. “Buen viaje guapa, buen viaje”, repetía mientras continuaba alejándose con una postura que recordaba bastante a la del señor Burns. Se topó entonces con la morenaza del cigarro y le comentó mientras me señalaba: “éstas están blancas. No quieren sol, no se ponen negras”. Me miré las piernas instintivamente. Ahí tenía que darle la razón, un poco de melanina no me vendría mal. Luego podía pedirle un poco a mi nueva amiga. Ya en su círculo habitual, aquel tipo tan simpático continuaba con su repertorio, “qué guapa, qué buena moza”. Y yo, que nunca he sabido escabullirme con dignidad de situaciones embarazosas, ponía cara de circunstancias mientras miraba alternativamente al suelo y a los señores de avanzada edad que me observaban divertidos.


Después de unos minutos de rigor, decidí que ya había sido suficiente y me levanté. Ya estaba, había superado la prueba. Había cruzado al otro lado.