“Que no mire, que no mire. Mierda”. Javier se revolvió en su
asiento. El tipo de las gafas le observó largo y tendido, con cara de no muy
buenos amigos.
Una vez más aquel problema; no podía
evitarlo. Quizá fuera un asunto mental rayano en patología, quizá sólo una
subversión ante sí mismo y sus propias prohibiciones morales. El caso es que
era entrar en el tren y el universo humano cobraba formas y colores demasiado
atractivos para unos ojos curiosos. Y siempre, sin explicación alguna,
terminaba fijándose en un individuo (o individua) al que acababa dedicándole
toda su atención y, mediante grandes dosis de imaginación, hilaba una historia
subyacente para aquella persona inicialmente desconocida. Hoy le había tocado a
aquel hombre; sí, aquel que había entrado con él en el vagón, al que había
visto antes en el andén mientras esperaban la llegada del gusano metálico. Ese.
Un hombre fornido y alto, muy alto. A Javier le sacaba casi
dos cabezas, o al menos así se lo pareció. Resulta que el señor en cuestión
llevaba el pelo largo. En estos tiempos que corren, en que la imagen pulcra de
un hombre de pelo corto parece ser la dominante, este tipo aún dejaba crecer su
cabellera cual indio americano. Los mechones de pelo lacio y oscuro le caían en
la espalda y en los hombros. De vez en cuando se los apartaba, metiéndose
algunos detrás de las orejas con gesto nervioso. Tenía barba. Además de pelo
largo, tenía barba larga. Larga de verdad; no de dos días. Larga y espesa. Una
pelambrera que le tapaba la boca en su totalidad. Cómo sería la boca de un
señor con barba y pelo largo. Debía de ser una boca también larga. El barbudo,
además, tenía puestas unas gafas de sol. Gafas de sol en un día nublado y gris
de finales de octubre, principios de noviembre. Las lentes oscuras ocultaban
sus ojos, al igual que la barba mantenía cubiertos sus labios. Aquella debía de
ser la cara misma del ostracismo.
Las orejas del ciudadano con barba, pelo indudablemente
largo y gafas de sol, contenían unos auriculares. Uno cada una, porque las
orejas eran dos; dos auriculares pequeños y negros, en sendas orejas, asomaban
fuera de los pliegues. El cable que conectaba los auriculares con el aparato que
emitía el presunto sonido –también escondido a la vista- pendía por el torso
del individuo, un poco en volandas hasta el nacimiento de una barriga
prominente, con la que chocaba, para luego deslizarse por ella hasta
introducirse en el bolsillo derecho de un pantalón vaquero ya gastado por el
uso y los detergentes. Unas botas negras hasta la espinilla remataban la figura
del personaje, haciendo de intermediarias ante el frío suelo, que de vez en
cuando se topaba con los cordones, demasiado largos –las dimensiones parecían
magnificarse en este tipo- y, por tanto, colgantes.
Javier se mantuvo erguido a su derecha en tanto que el tren
se detenía lentamente. Al fin, lo siguió adentro cuando la lucecita que
adornaba el botón de la puerta indicó que ésta podía ser abierta. No tuvo vergüenza,
no se amedrentó; se sentó enfrente del hombre. Los veinte minutos que duró el
viaje los pasó observando al tipo que, alrededor del minuto doce, comenzó a
ponerse tenso y mirarle intermitentemente de soslayo. Pero es que Javier no
podía evitarlo, sus ojos no le obedecían, apenas podía pestañear; los músculos
no le permitían apartar la vista ni por un segundo.
El señor no tenía pinta de hombre de negocios, ni de
secretario, ni de presidente de una compañía. O puede que sí, puede que fuese
el mandamás de una empresa refinada y selecta de importación del caviar. O un
joyero. Quizá un cajero de supermercado. Tal vez frutero. Allí, entre los
folios, los pendientes o las naranjas, se atusaría la melena y se ajustaría los
cascos.
En el minuto dieciocho, el presidente-secretario-joyero-cajero-frutero
de pelo largo giró su cuello para enfrentarse definitivamente a su insistente espectador.
Qué faena; para dos minutos que le quedaban a Javier de viaje. La voz sorda de
una mujer anunció la siguiente parada; era la suya. Javier miraba ya sin ver,
con ojos casi vidriosos del esfuerzo, mientras que el hombre comenzaba ahora
con el sondeo de su compañero de viaje. Dos largos minutos estuvieron Javier y
el objeto de su estudio observándose detenidamente. Dos minutos que se
arrastraron como sólo sabe hacerlo el tiempo, que se enredaron entre los asientos
hasta que, finalmente, se deslizaron hacia la puerta en el momento mismo en que
Javier se levantó y se dirigió a ella. Pestañeó varias veces y sus pupilas
descansaron, se humedecieron y salieron del trance para volver a su estado
original. Accionó el mecanismo de apertura y descendió el vagón, aliviado. Y
así; todas las mañanas lo mismo. Decidió que debía comprarse unas gafas de sol.