martes, 30 de octubre de 2012

Una historia matutina


“Que no mire, que no mire. Mierda”. Javier se revolvió en su asiento. El tipo de las gafas le observó largo y tendido, con cara de no muy buenos amigos.

Una vez más aquel problema; no podía evitarlo. Quizá fuera un asunto mental rayano en patología, quizá sólo una subversión ante sí mismo y sus propias prohibiciones morales. El caso es que era entrar en el tren y el universo humano cobraba formas y colores demasiado atractivos para unos ojos curiosos. Y siempre, sin explicación alguna, terminaba fijándose en un individuo (o individua) al que acababa dedicándole toda su atención y, mediante grandes dosis de imaginación, hilaba una historia subyacente para aquella persona inicialmente desconocida. Hoy le había tocado a aquel hombre; sí, aquel que había entrado con él en el vagón, al que había visto antes en el andén mientras esperaban la llegada del gusano metálico. Ese.

Un hombre fornido y alto, muy alto. A Javier le sacaba casi dos cabezas, o al menos así se lo pareció. Resulta que el señor en cuestión llevaba el pelo largo. En estos tiempos que corren, en que la imagen pulcra de un hombre de pelo corto parece ser la dominante, este tipo aún dejaba crecer su cabellera cual indio americano. Los mechones de pelo lacio y oscuro le caían en la espalda y en los hombros. De vez en cuando se los apartaba, metiéndose algunos detrás de las orejas con gesto nervioso. Tenía barba. Además de pelo largo, tenía barba larga. Larga de verdad; no de dos días. Larga y espesa. Una pelambrera que le tapaba la boca en su totalidad. Cómo sería la boca de un señor con barba y pelo largo. Debía de ser una boca también larga. El barbudo, además, tenía puestas unas gafas de sol. Gafas de sol en un día nublado y gris de finales de octubre, principios de noviembre. Las lentes oscuras ocultaban sus ojos, al igual que la barba mantenía cubiertos sus labios. Aquella debía de ser la cara misma del ostracismo.

Las orejas del ciudadano con barba, pelo indudablemente largo y gafas de sol, contenían unos auriculares. Uno cada una, porque las orejas eran dos; dos auriculares pequeños y negros, en sendas orejas, asomaban fuera de los pliegues. El cable que conectaba los auriculares con el aparato que emitía el presunto sonido –también escondido a la vista- pendía por el torso del individuo, un poco en volandas hasta el nacimiento de una barriga prominente, con la que chocaba, para luego deslizarse por ella hasta introducirse en el bolsillo derecho de un pantalón vaquero ya gastado por el uso y los detergentes. Unas botas negras hasta la espinilla remataban la figura del personaje, haciendo de intermediarias ante el frío suelo, que de vez en cuando se topaba con los cordones, demasiado largos –las dimensiones parecían magnificarse en este tipo- y, por tanto, colgantes.

Javier se mantuvo erguido a su derecha en tanto que el tren se detenía lentamente. Al fin, lo siguió adentro cuando la lucecita que adornaba el botón de la puerta indicó que ésta podía ser abierta. No tuvo vergüenza, no se amedrentó; se sentó enfrente del hombre. Los veinte minutos que duró el viaje los pasó observando al tipo que, alrededor del minuto doce, comenzó a ponerse tenso y mirarle intermitentemente de soslayo. Pero es que Javier no podía evitarlo, sus ojos no le obedecían, apenas podía pestañear; los músculos no le permitían apartar la vista ni por un segundo.

El señor no tenía pinta de hombre de negocios, ni de secretario, ni de presidente de una compañía. O puede que sí, puede que fuese el mandamás de una empresa refinada y selecta de importación del caviar. O un joyero. Quizá un cajero de supermercado. Tal vez frutero. Allí, entre los folios, los pendientes o las naranjas, se atusaría la melena y se ajustaría los cascos.

En el minuto dieciocho, el presidente-secretario-joyero-cajero-frutero de pelo largo giró su cuello para enfrentarse definitivamente a su insistente espectador. Qué faena; para dos minutos que le quedaban a Javier de viaje. La voz sorda de una mujer anunció la siguiente parada; era la suya. Javier miraba ya sin ver, con ojos casi vidriosos del esfuerzo, mientras que el hombre comenzaba ahora con el sondeo de su compañero de viaje. Dos largos minutos estuvieron Javier y el objeto de su estudio observándose detenidamente. Dos minutos que se arrastraron como sólo sabe hacerlo el tiempo, que se enredaron entre los asientos hasta que, finalmente, se deslizaron hacia la puerta en el momento mismo en que Javier se levantó y se dirigió a ella. Pestañeó varias veces y sus pupilas descansaron, se humedecieron y salieron del trance para volver a su estado original. Accionó el mecanismo de apertura y descendió el vagón, aliviado. Y así; todas las mañanas lo mismo. Decidió que debía comprarse unas gafas de sol.