Y así, casi sin avisar, llega el 31 de diciembre. Otro año
más que ha pasado a hurtadillas por el pasillo y se nos ha vuelto a escabullir.
Con el último día aparecen las listas, los balances, los top del año, las
evaluaciones de qué fue lo que pasó. Sin embargo, principalmente por sus
previsibles resultados, los exámenes más duros no son los musicales, los
sociales o los políticos, sino los personales. Las preguntas no son difíciles, basta
con las Five WS del periodista. Dónde
quería llegar y dónde estoy. Qué quería conseguir y qué he conseguido. Cómo
deseaba que fuera mi vida y cómo es. Quién quería ser y quién soy. Por qué sigo
tropezando con esa misma piedra año tras año. Háganme el favor de quitarla.
Llegan también las cenas familiares. Cuántos somos, cuenta y
vuelve a contar. Al final, más de 12 en esa mesa que normalmente sólo sujeta un
triste jarrón. Bien apretaditos, codo con codo y langostino con langostino. Los
entrantes y el primer plato. Comienzan los “yo ya no puedo más”, “yo tampoco”, “coge
ese canapé que no lo vamos a dejar ahí”. Con el segundo, el vino comienza a
calar y los más dicharacheros empiezan a contar su particular historia
universal. Cuando estábamos en el internado e íbamos con las monjas a pasear de
dos en dos cogiditas de la mano. Cuando venía la gente a la tienda del pueblo a
comprar un huevo, una cucharada de café y una bolsita de manzanilla. Cuando mi
madre se quedaba ciega bordándome las sábanas para el ajuar. Ay, aquellos
guateques… Aterrizan los postres y ya, con el estómago como un globo y una
sonrisa más amplia de lo habitual, no se puede evitar que broten las canciones.
Desde jotas a tangos, de canción de iglesia a los Beatles, y para acabar que no
falte un ‘sigo siendo el rey’.
Ya atragantados con las uvas y prácticamente en enero, nos
molestamos en mirar atrás, temerosos de lo que podamos ver. Al abrir el
armario, esto es matemático, nos caen encima todas las penurias pasadas, como
las bolsas de plástico llenas de mantas de tigres que guardan las madres en los
altillos. Después de empujarlas, apartarlas y esconderlas debajo de la cama a
puntapiés, vemos que aún hay bultos en los anaqueles. Alcanzamos los
recipientes y nos asomamos a su interior. Anda, pero si hay cosas bonitas. Hay
momentos que nos hicieron y aún nos hacen sonreír. Hay logros, hay alguna meta
cumplida, hay felicidad. Sobre todo, lo que hubo en 2012 y abunda en cualquier
balance, son las personas. Personas que significaron y/o significan algo; mucho
o poco. Las que ya no están porque se vieron forzadas a marcharse, las que se
fueron porque quisieron y aquellas a las que nosotros mismos echamos. Las que
no llevan ni dos años con nosotros y las que acaban de cumplir los 100. Las que
nos arrancaron una sonrisa cuando el cielo parecía negro. Todas las que nos
abrazaron, las que nos besaron, las que nos acariciaron. Las que, además, nos
mostraron su afecto con algo más que eso; con hechos, con acciones.
A fin de cuentas, no importa el dónde, el qué, el cómo o el
porqué, sino el con quién. Feliz 2013.