Hoy es lunes y los lunes se sale de casa con los dientes
apretados, con los dedos cruzados y con el ceño fruncido. Las ganas se han
quedado en mi cuarto, pero me doy cuenta ya a las puertas de la estación. Tarde,
como siempre. Corro y corro. Sonrío pensando que merezco una medalla al final
del camino o, al menos, que alguien me pase un vaso de agua durante el
recorrido. Me precipito escaleras mecánicas abajo, atropellando a los que nunca
entendieron aquello de derecha e izquierda. Con la música a tope, una suerte de
evasión de la tragicomedia de andén que me rodea, me abalanzo sobre la puerta
del vagón y caigo dentro, como por un agujero negro, en otra dimensión. Busco
un sitio libre y aposento mi cuerpo cargado de legañas junto al cristal.
A mi lado se sienta una señora. Una mujer de mediana edad, rubia,
con un flequillo peinado en pequeños grupos capilares que se columpian alegres
sobre su frente. Mira el reloj, parece inquieta. Saca el móvil del bolsillo de
su plumas color dorado, lo desbloquea y consulta la hora. La atisbo por el
rabillo del ojo pero disimulo cuando veo que comienza a echarme miraditas repletas
de interrogantes. Al fin me puede la empatía y la observo de frente. Comienza
a hablarme y me quito los cascos. “¿Qué horrra es?”, pregunta con acento
extranjero. “Las nueve y media”, respondo no sin antes mirar la pantalla del
teléfono. “¿LAS NUEVE Y MEDIA?”, me increpa a trompicones mientras diminutos
proyectiles salidos de su boca surcan los aires peligrosamente. Por suerte
ninguno me alcanza. “Sí, las nueve y media”, contesto convencida. “Perrro… ¿qué
ha pasado con la horrra?”, cuestiona entre divertida y perpleja. ¿Qué ha pasado
con la hora?, me pregunto yo también. Ah, ya. “La cambiaron el sábado por la
noche”. “¿La cambiarrron el sábado por la noche?”, repite con los ojos a punto
de salírsele de las órbitas y una sonrisa creciente en la cara, “¿perrro porrr
qué yo no me he enterrrado?”. Un hilo de tensión se extendió entre la audiencia
y ya nadie pudo resistirse. Ni yo, ni los viajeros más cercanos, todos
prorrumpimos en tibias carcajadas de complicidad.
La dama atemporal llama entonces a un conocido por el móvil,
“llego tarrrde porrrque rrresulta que cambiarrron la horrra, y yo no lo sabía”.
La mujer cuelga y comienza a reírse sin parar, lo que nos hace difícil al resto
volver a la anodina rutina del vagón de cercanías. Concluyo que esta señora
debe de ser rusa, por lo menos, y vuelvo a sonreír, pero con cuidado de que
no se dé cuenta y me crea cómplice de sus próximas bromas rusas. Debo
conservar la apatía que exige todo lunes por la mañana. ¿Lleva desde el sábado
sin ver la televisión, escuchar la radio o mirar su móvil donde la hora se
cambia automáticamente? ¿Ha llegado de Rusia esta misma mañana sin conocer
las costumbres europeas de jugar con el tiempo? No lo sé. El caso es que mi
reloj funciona bien, pero también llego tarde. Siempre puedo poner la escusa de
que el despertador tenía la hora rusa.