lunes, 1 de abril de 2013

En Rusia no cambian la hora


Hoy es lunes y los lunes se sale de casa con los dientes apretados, con los dedos cruzados y con el ceño fruncido. Las ganas se han quedado en mi cuarto, pero me doy cuenta ya a las puertas de la estación. Tarde, como siempre. Corro y corro. Sonrío pensando que merezco una medalla al final del camino o, al menos, que alguien me pase un vaso de agua durante el recorrido. Me precipito escaleras mecánicas abajo, atropellando a los que nunca entendieron aquello de derecha e izquierda. Con la música a tope, una suerte de evasión de la tragicomedia de andén que me rodea, me abalanzo sobre la puerta del vagón y caigo dentro, como por un agujero negro, en otra dimensión. Busco un sitio libre y aposento mi cuerpo cargado de legañas junto al cristal.

A mi lado se sienta una señora. Una mujer de mediana edad, rubia, con un flequillo peinado en pequeños grupos capilares que se columpian alegres sobre su frente. Mira el reloj, parece inquieta. Saca el móvil del bolsillo de su plumas color dorado, lo desbloquea y consulta la hora. La atisbo por el rabillo del ojo pero disimulo cuando veo que comienza a echarme miraditas repletas de interrogantes. Al fin me puede la empatía y la observo de frente. Comienza a hablarme y me quito los cascos. “¿Qué horrra es?”, pregunta con acento extranjero. “Las nueve y media”, respondo no sin antes mirar la pantalla del teléfono. “¿LAS NUEVE Y MEDIA?”, me increpa a trompicones mientras diminutos proyectiles salidos de su boca surcan los aires peligrosamente. Por suerte ninguno me alcanza. “Sí, las nueve y media”, contesto convencida. “Perrro… ¿qué ha pasado con la horrra?”, cuestiona entre divertida y perpleja. ¿Qué ha pasado con la hora?, me pregunto yo también. Ah, ya. “La cambiaron el sábado por la noche”. “¿La cambiarrron el sábado por la noche?”, repite con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y una sonrisa creciente en la cara, “¿perrro porrr qué yo no me he enterrrado?”. Un hilo de tensión se extendió entre la audiencia y ya nadie pudo resistirse. Ni yo, ni los viajeros más cercanos, todos prorrumpimos en tibias carcajadas de complicidad.

La dama atemporal llama entonces a un conocido por el móvil, “llego tarrrde porrrque rrresulta que cambiarrron la horrra, y yo no lo sabía”. La mujer cuelga y comienza a reírse sin parar, lo que nos hace difícil al resto volver a la anodina rutina del vagón de cercanías. Concluyo que esta señora debe de ser rusa, por lo menos, y vuelvo a sonreír, pero con cuidado de que no se dé cuenta y me crea cómplice de sus próximas bromas rusas. Debo conservar la apatía que exige todo lunes por la mañana. ¿Lleva desde el sábado sin ver la televisión, escuchar la radio o mirar su móvil donde la hora se cambia automáticamente? ¿Ha llegado de Rusia esta misma mañana sin conocer las costumbres europeas de jugar con el tiempo? No lo sé. El caso es que mi reloj funciona bien, pero también llego tarde. Siempre puedo poner la escusa de que el despertador tenía la hora rusa.