lunes, 27 de agosto de 2012

Aires de pueblo


Una mujer sola, con treinta y pocos y tres hijos que alimentar. Una tienda, de esas de pueblo que abarcan cualquier género imaginable, y una panadería que regentar. Con la escasa ayuda de su madre. Una mujer de armas tomar, de agárrate que vienen curvas; esa era mi abuela.

Desde que tengo uso de razón mi abuela vivía en una casa enorme, de dos pisos; el primero de ellos ocupado enteramente por una cochera que a mí me parecía infinita, con dos puertas de entrada que ni la fortaleza de Mordor. Allí había de todo; una bici rosa de paseo, con ruedas finas y una cesta; ruedas de coches; cubos y palanganas por doquier; jaulas sin pájaros que quizá ni siquiera llegaron a albergarlos, y toneladas de cajas con quién sabe qué y en qué estado. En la parte de arriba estaba la vivienda de tres habitaciones, sencilla, sin demasiada ostentación.

Cuando era pequeña me encantaba ir a su casa. ¿A qué? A nada, simplemente a estar en casa de mi abuela; cosas de niños. Dormía a su lado en la habitación, ella en su cama de matrimonio coronada por un aparatoso crucifijo, yo en una cama supletoria cuyo colchón me engullía minuto a minuto. En invierno me metía entre las sábanas un calentador eléctrico, con una funda mullida, que yo enredaba entre mis pies por la noche y apartaba, ya frío, por la mañana. Para desayunar leche con galletas, María, claro, en taza de porcelana blanca con borde azul.

A menudo nos sentábamos en el sofá a ver la tele, detrás de la camilla, con su brasero, su faldilla, su tapete y su cristal, como está mandado. A la derecha del salón estaba la salita de costura; la máquina de coser de hierro, unida a la mesa, cuya puertecilla escondía una ingente cantidad de ovillos de lana, carretes de hilo, agujas y retales de toda clase. Pollo guisado a mediodía, porque como el pollo que hacía mi abuela no he vuelto a probar ninguno, ni quiero. Y jugar. Jugar con todo. Jugar con horteras tazas de café que descansaban en las repisas de los armarios, con perros de porcelana de miembros ya pegados y repegados, con estatuillas del niño Jesús que reposaban en sus respectivas cunas y con escalofriantes imágenes de San Pancracio. También tenía juguetes, por supuesto heredados, que yo cuando era pequeña se debía de llevar mucho eso de heredar. Reusaba juegos que antes pertenecieron a mis hermanos, a mis primos y a quién sabe cuántos niños más que hubieran pasado por la casa. Me acuerdo de una nancy de grandes ojos y pelo castaño, que solía hacer de guapa, y de otra muñeca, más feílla la pobre, con el pelo rubio platino, siempre enredado. Luego estaba la cesta que todo acogía en su seno; la barbie nudista (una señorita pelirroja de plástico blando); la casa de playmobil de la que sólo quedaban tres paredes que nunca logré unir consistentemente; la muñeca de trapo con “pelo” azul (cuatro trozos de lana colocados de aquella manera) y dos o tres pinypons, entre nosotros, unos marginados, además de otros personajes bastante variopintos que ya escapan a mi memoria.

Había gatos, pero sólo en la terraza. Mininos que venían exclusivamente a comer restos y a parir cuando se daba el caso. Y que no se te ocurriera tocarlos, porque con pensarlo bastaba para que de los animales no quedaran ni las uñas. Únicamente su dueña, si así podía llamarse, tenía el privilegio de acercarse a más de un metro de distancia.

Mi abuela era bastante alta, con el pelo corto, de ese color castaño claro, un poco difícil de clasificar, que te deben de poner en la peluquería a partir de que sobrepasas cierta edad. La recuerdo con sus gafas de montura de pasta cuyas patillas unía una cadenita que le caía por la nuca, el jersey morado, la falda negra y una cesta de mimbre que llevaba a todas partes.

La mujer era mucho de llamar sinvergüenza  o tunante, que significa lo mismo, al que se lo merecía. Qué gran palabra tunante. Y qué tunanta mi abuela, por cierto, que un día se marchó, así, sin avisar ni nada, y nos dejó a todos con la boca abierta, como siempre.

viernes, 10 de agosto de 2012

Crossroads

Algunas cuestiones no son fáciles de responder o simplemente el nudo de pros y contras las torna incontestables. Tesituras que enmarañan las redes neuronales hasta estrujar el cerebro e incluso añadirle circunvoluciones; un órgano de morfología tan complicada no se puede permitir el lujo de un funcionamiento simple. Sin embargo, la experiencia revela que, contra todo pronóstico, al final la claridad ha de llegar y casi siempre escoge el camino más obvio. 

Unos se dejan llevar y otros aceleran al máximo, pero quién consigue su meta, es más, quién tenía una meta al principio de la carrera, ah, eso es otra cuestión.

Unos conducen caros descapotables y otros cochambrosos seiscientos, unos traquetean sobre bicicletas mientras que otros únicamente disponen de sus propios pies para avanzar.

Los hay que deciden gastar su dinero en la construcción de una corta autopista directa al éxito, o al fracaso; otros lo tienen pero nunca les interesó invertir en infraestructuras y algunos, unos pocos, qué importa si con medios o no, fabrican su propia carretera comarcal, llena de baches, remiendos, cruces y curvas peligrosas, que puede les conduzca a algún lugar, o no, pero que al menos su solo recorrido es ya garantía de aventura.


En coche, en bicicleta, a pie. Autopista, carretera convencional o vereda para ganado. Cómo elegir cuando se cree tener ese privilegio, cómo descartar opciones sin poder sopesar de antemano las consecuencias. Y... qué más da el medio de transporte si el destino final será siempre el mismo.
Lo importante debería ser el paisaje, pero resulta la mar de complicado fijarse en el paisaje al mismo tiempo que uno escudriña el horizonte tratando de ver más allá de la niebla que empaña aquello que está por venir.