Una mujer sola, con treinta y pocos y tres hijos que alimentar. Una tienda, de esas de pueblo que abarcan cualquier género imaginable, y una panadería que regentar. Con la escasa ayuda de su madre. Una mujer de armas tomar, de agárrate que vienen curvas; esa era mi abuela.
Desde que tengo uso de razón mi abuela vivía en una casa enorme, de dos pisos; el primero de ellos ocupado enteramente por una cochera que a mí me parecía infinita, con dos puertas de entrada que ni la fortaleza de Mordor. Allí había de todo; una bici rosa de paseo, con ruedas finas y una cesta; ruedas de coches; cubos y palanganas por doquier; jaulas sin pájaros que quizá ni siquiera llegaron a albergarlos, y toneladas de cajas con quién sabe qué y en qué estado. En la parte de arriba estaba la vivienda de tres habitaciones, sencilla, sin demasiada ostentación.
Cuando era pequeña me encantaba ir a su casa. ¿A qué? A nada, simplemente a estar en casa de mi abuela; cosas de niños. Dormía a su lado en la habitación, ella en su cama de matrimonio coronada por un aparatoso crucifijo, yo en una cama supletoria cuyo colchón me engullía minuto a minuto. En invierno me metía entre las sábanas un calentador eléctrico, con una funda mullida, que yo enredaba entre mis pies por la noche y apartaba, ya frío, por la mañana. Para desayunar leche con galletas, María, claro, en taza de porcelana blanca con borde azul.
A menudo nos sentábamos en el sofá a ver la tele, detrás de la camilla, con su brasero, su faldilla, su tapete y su cristal, como está mandado. A la derecha del salón estaba la salita de costura; la máquina de coser de hierro, unida a la mesa, cuya puertecilla escondía una ingente cantidad de ovillos de lana, carretes de hilo, agujas y retales de toda clase. Pollo guisado a mediodía, porque como el pollo que hacía mi abuela no he vuelto a probar ninguno, ni quiero. Y jugar. Jugar con todo. Jugar con horteras tazas de café que descansaban en las repisas de los armarios, con perros de porcelana de miembros ya pegados y repegados, con estatuillas del niño Jesús que reposaban en sus respectivas cunas y con escalofriantes imágenes de San Pancracio. También tenía juguetes, por supuesto heredados, que yo cuando era pequeña se debía de llevar mucho eso de heredar. Reusaba juegos que antes pertenecieron a mis hermanos, a mis primos y a quién sabe cuántos niños más que hubieran pasado por la casa. Me acuerdo de una nancy de grandes ojos y pelo castaño, que solía hacer de guapa, y de otra muñeca, más feílla la pobre, con el pelo rubio platino, siempre enredado. Luego estaba la cesta que todo acogía en su seno; la barbie nudista (una señorita pelirroja de plástico blando); la casa de playmobil de la que sólo quedaban tres paredes que nunca logré unir consistentemente; la muñeca de trapo con “pelo” azul (cuatro trozos de lana colocados de aquella manera) y dos o tres pinypons, entre nosotros, unos marginados, además de otros personajes bastante variopintos que ya escapan a mi memoria.
A menudo nos sentábamos en el sofá a ver la tele, detrás de la camilla, con su brasero, su faldilla, su tapete y su cristal, como está mandado. A la derecha del salón estaba la salita de costura; la máquina de coser de hierro, unida a la mesa, cuya puertecilla escondía una ingente cantidad de ovillos de lana, carretes de hilo, agujas y retales de toda clase. Pollo guisado a mediodía, porque como el pollo que hacía mi abuela no he vuelto a probar ninguno, ni quiero. Y jugar. Jugar con todo. Jugar con horteras tazas de café que descansaban en las repisas de los armarios, con perros de porcelana de miembros ya pegados y repegados, con estatuillas del niño Jesús que reposaban en sus respectivas cunas y con escalofriantes imágenes de San Pancracio. También tenía juguetes, por supuesto heredados, que yo cuando era pequeña se debía de llevar mucho eso de heredar. Reusaba juegos que antes pertenecieron a mis hermanos, a mis primos y a quién sabe cuántos niños más que hubieran pasado por la casa. Me acuerdo de una nancy de grandes ojos y pelo castaño, que solía hacer de guapa, y de otra muñeca, más feílla la pobre, con el pelo rubio platino, siempre enredado. Luego estaba la cesta que todo acogía en su seno; la barbie nudista (una señorita pelirroja de plástico blando); la casa de playmobil de la que sólo quedaban tres paredes que nunca logré unir consistentemente; la muñeca de trapo con “pelo” azul (cuatro trozos de lana colocados de aquella manera) y dos o tres pinypons, entre nosotros, unos marginados, además de otros personajes bastante variopintos que ya escapan a mi memoria.
Había gatos, pero sólo en la terraza. Mininos que venían exclusivamente a comer restos y a parir cuando se daba el caso. Y que no se te ocurriera tocarlos, porque con pensarlo bastaba para que de los animales no quedaran ni las uñas. Únicamente su dueña, si así podía llamarse, tenía el privilegio de acercarse a más de un metro de distancia.
Mi abuela era bastante alta, con el pelo corto, de ese color castaño claro, un poco difícil de clasificar, que te deben de poner en la peluquería a partir de que sobrepasas cierta edad. La recuerdo con sus gafas de montura de pasta cuyas patillas unía una cadenita que le caía por la nuca, el jersey morado, la falda negra y una cesta de mimbre que llevaba a todas partes.
La mujer era mucho de llamar sinvergüenza o tunante, que significa lo mismo, al que se lo merecía. Qué gran palabra tunante. Y qué tunanta mi abuela, por cierto, que un día se marchó, así, sin avisar ni nada, y nos dejó a todos con la boca abierta, como siempre.