No te
diste cuenta. No te diste cuenta de que te encontré y tú podías haberme
encontrado, pero me perdiste mucho antes de hallarme. No te diste cuenta, y no
te has percatado aún, de que por mucho que busques no vas a poder llenar ese
enorme agujero negro que guardas, que las caricias sin significado no encierran
ninguna medicina contra la soledad. No te das cuenta de que los rebaños, las
multitudes, no son más que un espejismo de ruido y máscaras. No te das cuenta
de que los muros se construyen, no vienen instalados sobre nuestros cimientos.
No te diste cuenta de que tu risa, mi risa, se entendían; de que tus ojos, mis
ojos, estaban compenetrados; de que tu piel y mi piel se fundían. No te
enteraste cuando tus labios y mis labios se hablaron, se susurraron y enseguida
supieron. No estabas atento cuando tu mano desobediente buscó la mía. No te
diste cuenta de que podíamos haber seguido riendo, charlando, bailando, por más
tiempo, por más noches. No llegaste a comprender que no buscaba más eternidad
que la de los instantes que de vez en cuando nos brindaba la luna. No advertiste lo difícil que
resulta encajar las piezas de un puzzle, que los salientes penetren suavemente en
los entrantes, que las figuras tomen forma y sentido por sí solas. No te diste
cuenta y ahora... Ahora, por suerte o por desgracia, ya da igual.
Premeditación y alevosía
No es mentira, ni verdad, ni todo lo contrario.
martes, 3 de septiembre de 2013
viernes, 5 de julio de 2013
Al agua patos
Esos
estupendos parajes de recreo alfombrados con un césped suave y agradable al
tacto. Esas grandes bañeras alicatadas, llenas de agua refrescante, cristalina
y pura. Esos jóvenes de tez morena, por cuyo torso desnudo resbalan redondas
gotas que caen al suelo como si no les hubiera afectado el liso camino. Esas
maravillosas chicas de piel de melocotón con biquinis minúsculos y melena
almidonada al viento. Esos paisajes repletos de vida. Y, por supuesto, repletos
de bichos, de niños gritones, de señoras nadando cual boyas flotantes, de
adolescentes temerarios. Por si alguno aún no se ha percatado, me refiero a esos
lugares denominados piscinas. Qué hay más típico del verano que una maravillosa
piscina y su flora y fauna endémicas.
Ayer me
di mi segundo baño del verano y mi primero en una estupenda piscina municipal. Los
comienzos siempre son duros. Entrar en el recinto, pagar (esto sí que escuece)
y buscar un sitio que se adecue a tus gustos y expectativas. No muy lejos del
agua, que haya sol y sombra, que no sea un oasis de tierra y piedras, que
guarde distancia con los grupos de chicos y chicas y su halo de hormonas, pero
también con las mamás y sus retoños llorosos, y si, como es mi caso, estás en
un pueblo, que no esté cerca de esas personas de las que antes eras amiga pero
ya no, de las que te dejaron de hablar, de las que tú dejaste de hablar, de las
que no te apetece saludar, de las que un día se enfadaron, de las que te miran
mal, de las que miran demasiado... En fin, una odisea acuática. Pero se
consigue, al final, se consigue.
Y colocas
la toalla sobre la hierba. La primera toalla que has encontrado en el armario,
un pedazo de tela de un color que podría ser gris, totalmente pasado de moda,
en el que, si te esfuerzas, se puede leer algo así como “Expo '92”. La otra
opción era llevar conmigo a los 101 dálmatas. Me parecieron muchos para meter
en un bolso. Te quitas la ropa, atenta a como se desprende de tu cuerpo y a
cómo el bikini se adapta debajo, no sea que muestres más de lo que te gustaría.
Sujetas, tiras y colocas. Y subes y bajas, y te miras y te remiras hasta que
todo parece estar en su sitio. Lista para el agua.
Mientras
los niños se tiran desde todos los ángulos y de todas las formas posibles, tú
te sientas temerosa en el bordillo, intentando mantener el decoro y la dignidad
cuando el agua se empieza a colar por rincones delicados. Por fin, aguantas la
respiración y te lanzas como una sirena mediterránea al agua azul. Azul. ¿Azul?
Las baldosas y la pintura de las piscinas siempre son azules. Debe existir
alguna razón. ¿Qué demonios tratan de ocultar? ¿Es sólo el azul del fondo y las
paredes o también es el propio líquido el que adquiere esa tonalidad debido al cloro y demás
químicos que le añaden? Quizá sea mejor no enterarse. Comienzas a nadar y, casi
a la vez, a hacer guiños la mar de sensuales con unos ojos cada vez más
irritados. Te cruzas con gente que parece creer estar en una competición y
con señoras de grandes gafas de bucear
totalmente empañadas que, como si se deslizaran por una balsa de aceite, se
aproximan lenta y apaciblemente. Por si tuvieras que evitar ya pocos
obstáculos, cada dos brazadas aparece un infante de los fondos oceánicos, o del
aire, o de cualquier punto que puedas imaginar. Después de un rato peleando con
los moradores de ese hábitat peculiar, te resignas a poder completar un triste
largo y decides volver al calor de tu acogedora toalla.
Regresas
a los vestigios de la Expo. Pero ya no estás sola, te han rodeado. Allí están,
como si nada, las mamás, dando plátanos y gusanitos a los mocosos desnudos, los
chavales con su horrible música saliendo a todo volumen del teléfono móvil y
cualquier persona que antes hubieras tratado de evitar. Un ejército inquieto y
ruidoso. Suspiras y coges tu toalla para acercarte un poco más a la zona de sol,
por lo menos esperas irte un poco más morena de lo que llegaste. Te colocas
boca abajo y, casi sin querer, te detienes a observar el césped. La hierba
poblada de hormigas. De bichos de diversas formas y tamaños que te miran
desafiantes. Lo mejor será cerrar los ojos. Así aguantas una media hora, entre
conversaciones a grito pelado, llantos y picaduras de vete tú a saber qué
agradable insecto. Transcurrido ese tiempo, te incorporas y te preguntas por
qué no te quedaste en casa tranquilamente bajo el aparato de aire
acondicionado. Rectificar es de sabios y ya has cumplido con la tradición.
Recoges y te marchas. Respiras hondo. Aún queda verano para acostumbrarse.
miércoles, 3 de julio de 2013
Aires de pueblo II. Un portal a otro universo
Hacía
calor, así que decidí entrar en la estación de autobuses. Aún tenía que esperar
una hora hasta poder coger el siguiente coche que por fin me llevaría a casa.
Nada más cruzar el umbral me di cuenta de que hacía tiempo que no pasaba por
aquella transición, por ese portal a otro mundo, el rural. Una ventana hacia un
universo paralelo cuya complejidad supera con creces a la de cualquier puerta
interestelar o agujero al inframundo. En ese estado de metamorfosis me hallaba,
cuando comenzaron a asaltarme recuerdos de hace mucho, de todas esas veces que
llegué hasta allí cargada de maletas y mochilas llenas de papeles y libros. Me
invadió entonces un extraño sentimiento de nostalgia que, lejos de provocarme
ninguna tristeza, dibujó una sigilosa sonrisa en mi boca.
La
primera habitación que hacía de sala de espera estaba rodeada por asientos de
plástico, antes blancos, ahora amarillentos, que custodiaban firmes y
orgullosos unas paredes con cuyo desgastado gotelé hacían juego. No recuerdo
haberme cruzado con ninguna persona joven. Todos los que por allí pululaban,
arrastrando maletas, acarreando grandes bolsas de cuadros y bolsos de viaje de
formas y colores indefinibles, superaban al menos el medio siglo. Los señores
lucían, por norma general, camisas de rayas y pantalones de tela. Las barrigas
de algunos colgaban sobre los cinturones demasiado apretados, otros estaban tan
flacos que eran los cinturones los que colgaban ante el hueco dejado por unas
tripas a duras penas adivinables. Algunos llevaban deportivas blancas, porque tienen
que ser blancas, y otros unas sandalias de un corte bastante peculiar. Sólo
unos pocos presumían de gorra o sombrero. Las escasas mujeres que se
divisaban por la zona también solían coincidir en el look elegido para la ocasión: camiseta
de tonos pastel cubierta de unos poco discretos brillantes y pantalones de
pinzas. Llevaban el pelo corto, rubio ceniza o cobrizo, con ese estilo tan
característico que adoptan las féminas made in Spain llegada una edad.
Una vez
analizado el escenario y los actores, opté por seguir avanzando, más adentro, hasta
alcanzar el pasillo que cruzaba toda la estación y en el que también había
algunos bancos. Me senté al lado de unos tipos, dejando algún asiento de por
medio, para conservar mi independencia del grupo y poder escuchar y observar
sin que se me incluyera en la banda. Que se les veía pinta de acogedores.
Tras pasar un rato observando los caducados anuncios de muebles que coronaban
las ventanillas de venta de billetes, se me acercó una mujer de unas 70 primaveras.
Al menos las aparentaba, quizá incluso sumara algún invierno más. Estaba
demasiado morena y profundas arrugas surcaban las comisuras de sus labios.
Llevaba una camiseta color salmón y un collar largo de perlas, bastante pasado
de moda. “Cuídame ésto mientras salgo un momento a fumar un cigarro”. No fue
una petición, fue una orden clara y
concisa. Mientras hacía un gesto afirmativo y le expresaba mi conformidad, la
señora ya había plantado su maleta negra a mi lado y se había largado hablando
sola. Así que allí me quedé, cada vez más sorprendida de que todo aquello
pudiera llegar a ser tan entretenido. Era como haber caído de pronto en una
novela sobre la castilla delibiana.
El
grupo de hombres que se encontraban a mi derecha no parecían tener mucha
conversación. Hacían comentarios sobre el tiempo y criticaban a los conocidos
que pasaban. Uno de ellos, por lo visto sordomudo, ponía cara de interesante
bajo unas gafas de sol tipo Ray-Ban y una descolorida gorra de Goodyear. Hacía
gestos y el resto le correspondía de la misma manera, aunque ninguno de
aquellos vigorosos aspavientos parecía tener mucho sentido. De vez en cuando
daba un gritito grave que me sobresaltaba. Al fin volvió la señora de la maleta
y el cigarro y se sentó a mi lado mascando afanosamente un chicle, “¿tú a dónde
vas? Es que la de la taquilla no está, siempre llega tarde". Le dije adónde iba, pero la tertulia no dio mucho de sí. La mujer volvió a levantarse y se
dedicó a recorrer el pasillo murmurando algo.
No me
dio tiempo a relajarme. Había llegado un nuevo colega que gesticulaba muy
entusiasta ante los del banco de al lado. Entonces, empecé a notar las miraditas y a
sentir una clara premonición de nubes y chubascos. “Hola guapa, ¿cómo te
llamas?”, me preguntó el visitante mientras me ofrecía su mano. Torcía la
cabeza de una forma un tanto inusual y se retorcía los dedos. Tengo un imán para
cierto tipo de personas. Contesté con mi nombre y el susodicho se acercó para plantarme
un beso en no sé bien qué lugar de mi cara. “No, besos no”, me defendí. Se
apartó, aunque no pareció ofenderse. “Buen viaje guapa, buen viaje”, repetía mientras
continuaba alejándose con una postura que recordaba bastante a la del señor
Burns. Se topó entonces con la morenaza del cigarro y le comentó mientras me
señalaba: “éstas están blancas. No quieren sol, no se ponen negras”. Me miré
las piernas instintivamente. Ahí tenía que darle la razón, un poco de melanina
no me vendría mal. Luego podía pedirle un poco a mi nueva amiga. Ya en su
círculo habitual, aquel tipo tan simpático continuaba con su repertorio, “qué
guapa, qué buena moza”. Y yo, que nunca he sabido escabullirme con dignidad de
situaciones embarazosas, ponía cara de circunstancias mientras miraba
alternativamente al suelo y a los señores de avanzada edad que me observaban
divertidos.
Después
de unos minutos de rigor, decidí que ya había sido suficiente y me levanté. Ya estaba,
había superado la prueba. Había cruzado al otro lado.
jueves, 2 de mayo de 2013
Onirismo
No recordaba cuándo había bebido el
mejunje. Porque tenía que haberlo bebido, no podía ser de otra manera. Se
miraba las manos una y otra vez; esos dedos pequeños de uñas diminutas con los
que apenas podría hacer nada útil. Los brazos, cortos y delgados, le colgaban
suspendidos a ambos lados de su achatado tronco de niña. Levantó uno de sus
pies descalzos y onduló los deditos que surcaban las suaves cimas; necesitaba
sentir que aún le pertenecían.
Allí estaba, sentada y sola, balanceando
unas piernas que ya no lograban alcanzar el suelo desde lo alto de la cama.
Todo parecía más grande, más incomprensible, distinto y complicado, como si no
sólo hubiera variado el tamaño de sus miembros, sino también el de su experiencia.
Volvía a sentir un miedo pueril que, por serle ya desconocido, le resultaba
aterrador. Nuevos temores ya olvidados pero que a la vez le resultaban la mar de
familiares, de otra época que hace tiempo dejó atrás. Su mente, ahora infantil,
la atormentaba con preguntas para las que su parte adulta no tenía respuesta.
De un salto posó sus pies en la fría
superficie de parqué. Se alejó a tientas de la seguridad de las sábanas,
dispuesta a franquear la puerta que la separaba de un mundo que no sabía si continuaba
siendo el del día anterior. Movió la manilla y empujó débilmente, hasta
conseguir una abertura de tan sólo unos centímetros. Aproximó su naricilla a la
rendija para que uno de sus ojos pudiera susurrarle qué había más allá. Sin
embargo, no fue capaz porque, tras la oscuridad de su cuarto, otra oscuridad
insondable le esperaba tumbada en el sofá. Aún así, no se amilanó y de nuevo
obligó a la puerta a desplazarse. A pesar de los insistentes chirridos de los
goznes, que parecían resistirse al movimiento, logró que las dos negruras se
fundieran ante ella.
Como un animal, el miedo volvió para
arañarle la espalda. Ni siquiera las hendiduras de las persianas permitían el
paso de la más mínima claridad. No estaba segura de querer avanzar. ¿Hacia
dónde? ¿Para qué? Sin embargo, se obligó a caminar valiéndose de sus brazos
para detectar los posibles obstáculos. Caminó siguiendo la pared, rugosa y
helada, hasta alcanzar el corredor plagado de tinieblas. Al fondo, una tímida luz
le saludaba, temblaba, desparecía y regresaba para mostrarse un poco más nítida.
Sus pasos esperanzados se dirigieron hacia el fin del pasillo, cada vez más
rápidos, más ansiosos. La luz se aproximaba, venía del cuarto de baño. Se
detuvo en la entrada y observó. La bombilla estaba apagada aunque allí todo
estaba iluminado. El espejo le tentaba y se acercó, temerosa, en busca de su
reflejo. Enfrentada a la superficie de cristal, su gesto se crispó y una mueca
de terror se adueñó de su cara. Una sonrisa áspera, plagada de arrugas, unos ojos
despiadados le observaban desde la pared. La anciana reía amargamente mientras las lágrimas rodaban hasta los pliegues que guardaban sus labios. De
repente, se despertó cubierta de llanto y sudor. Se incorporó rápidamente y
encendió la lámpara de la mesita. Miró sus manos para comprobar que todo había
vuelto a la realidad. Confusa, continuó llorando como una niña asustada, como
una vieja cansada. Y apagó la luz.
lunes, 1 de abril de 2013
En Rusia no cambian la hora
Hoy es lunes y los lunes se sale de casa con los dientes
apretados, con los dedos cruzados y con el ceño fruncido. Las ganas se han
quedado en mi cuarto, pero me doy cuenta ya a las puertas de la estación. Tarde,
como siempre. Corro y corro. Sonrío pensando que merezco una medalla al final
del camino o, al menos, que alguien me pase un vaso de agua durante el
recorrido. Me precipito escaleras mecánicas abajo, atropellando a los que nunca
entendieron aquello de derecha e izquierda. Con la música a tope, una suerte de
evasión de la tragicomedia de andén que me rodea, me abalanzo sobre la puerta
del vagón y caigo dentro, como por un agujero negro, en otra dimensión. Busco
un sitio libre y aposento mi cuerpo cargado de legañas junto al cristal.
A mi lado se sienta una señora. Una mujer de mediana edad, rubia,
con un flequillo peinado en pequeños grupos capilares que se columpian alegres
sobre su frente. Mira el reloj, parece inquieta. Saca el móvil del bolsillo de
su plumas color dorado, lo desbloquea y consulta la hora. La atisbo por el
rabillo del ojo pero disimulo cuando veo que comienza a echarme miraditas repletas
de interrogantes. Al fin me puede la empatía y la observo de frente. Comienza
a hablarme y me quito los cascos. “¿Qué horrra es?”, pregunta con acento
extranjero. “Las nueve y media”, respondo no sin antes mirar la pantalla del
teléfono. “¿LAS NUEVE Y MEDIA?”, me increpa a trompicones mientras diminutos
proyectiles salidos de su boca surcan los aires peligrosamente. Por suerte
ninguno me alcanza. “Sí, las nueve y media”, contesto convencida. “Perrro… ¿qué
ha pasado con la horrra?”, cuestiona entre divertida y perpleja. ¿Qué ha pasado
con la hora?, me pregunto yo también. Ah, ya. “La cambiaron el sábado por la
noche”. “¿La cambiarrron el sábado por la noche?”, repite con los ojos a punto
de salírsele de las órbitas y una sonrisa creciente en la cara, “¿perrro porrr
qué yo no me he enterrrado?”. Un hilo de tensión se extendió entre la audiencia
y ya nadie pudo resistirse. Ni yo, ni los viajeros más cercanos, todos
prorrumpimos en tibias carcajadas de complicidad.
La dama atemporal llama entonces a un conocido por el móvil,
“llego tarrrde porrrque rrresulta que cambiarrron la horrra, y yo no lo sabía”.
La mujer cuelga y comienza a reírse sin parar, lo que nos hace difícil al resto
volver a la anodina rutina del vagón de cercanías. Concluyo que esta señora
debe de ser rusa, por lo menos, y vuelvo a sonreír, pero con cuidado de que
no se dé cuenta y me crea cómplice de sus próximas bromas rusas. Debo
conservar la apatía que exige todo lunes por la mañana. ¿Lleva desde el sábado
sin ver la televisión, escuchar la radio o mirar su móvil donde la hora se
cambia automáticamente? ¿Ha llegado de Rusia esta misma mañana sin conocer
las costumbres europeas de jugar con el tiempo? No lo sé. El caso es que mi
reloj funciona bien, pero también llego tarde. Siempre puedo poner la escusa de
que el despertador tenía la hora rusa.
martes, 5 de marzo de 2013
Gente decente
Unos pantalones pitillo, viejos,
descoloridos. Eran estrechos, pero en ella daban la impresión de ser
enormemente anchos. Con unas piernas tan delgadas como aquellas, cualquier
prenda parecía demasiado holgada, como la funda de plástico que envuelve los
palillos de los bares. El jersey rojo claro, o naranja oscuro, o de cualquier
tonalidad semejante a la de un viejo edificio de ladrillo, asomaba bajo una
cazadora negra, que apenas le llegaba a la cintura y cuyos bolsillos colgaban
hacia fuera, cansados del interior mugriento de la chaqueta. Llevaba unas
deportivas blancas con ribetes azules, estándar, sin marca alguna indicada en
los laterales. En una mano sostenía una cerveza y con la otra sujetaba un
cigarrillo. Sonreía. Ostentaba una sonrisa burlona, casi desdentada, cuya
canción recordaba al rechinar de un sofá que es arrastrado por el suelo. Reía a
la par que su compañero, un tipo envuelto en una gabardina marrón, desgarrada y
raída, contaba alguna batallita
acompañando la narración con el movimiento del brick de vino que asía su mano
derecha. La historia debía ser divertida y el alcohol seguramente echara un
cable. Un humor paradójico en una escena a primera vista tan sombría.
Carmen se asomaba a la ventana y
contemplaba la obra de teatro que hoy le prestaba el barrio. Sus viejas manos
se apoyaban en el alféizar mientras sus ojillos perseguían con avidez a los
transeúntes. Las pupilas saltaban del grupo de niños a la mujer que cargaba la
compra, del hombre del bastón y el sombrero a la chica que taconeaba calle abajo.
Detuvo la vista en aquellos dos, los borrachos que franqueaban la cabina. Qué
triste, dónde había ido a parar aquella ciudad. Ya no había seguridad, se
permitía a tales esperpentos ocupar la acera, estropeando la imagen del lugar.
“Malditos roñosos”, murmuró. Suspiró y cerró la ventana con estrépito. “Ya no
queda gente decente, sólo vagabundos y drogadictos”.
La anciana fue hasta la cocina, cogió el
monedero de encima de la mesa y tiró del carro de tela a cuadros. Necesitaba
leche, como siempre su hija se había olvidado de traérsela el día anterior.
Meneó la cabeza pensando en María y sus despistes, sus tropiezos y dudas
constantes. Podía haber sido una gran chica si no tuviera tantos pájaros en la
cabeza. Cerró la puerta tras de sí y llamó al ascensor. Podía haber conseguido
un trabajo decente, podía haber sido abogada, médico o profesora, después de
todo era lista como un demonio. Pero no, se había empeñado en la pintura. Se lo
repitió una y otra vez, y aún hoy se lo repetía: las brochas no dan dinero. “Es
lo que me gusta mamá”, solía argumentar ella con tono pusilánime. Montó en el
ascensor y descendió hasta el bajo. “Buenos días, Carmen”, le saludó Manolo, el
conserje. Carmen hizo un ligero gesto de cabeza y se precipitó hacia la puerta.
Aquel hombre no le caía nada bien. El pelo sucio, pegado a la cara, aire
desaliñado. No era forma de regentar una conserjería. Ni siquiera de salir a la
calle.
Se plantó en la acera seguida por las
ruedas del carro que comenzó con su traquetreo habitual. De repente, la mujer
tropezó. Su pie derecho topó con un montículo inesperado y todo su cuerpo la
acompañó en el aterrizaje. El carro cayó a su lado con gran estruendo. Logró
frenar el golpe con las manos, pero las rodillas comenzaron a dolerle casi al
instante, se quedaron clavadas en la fría superficie, no era capaz moverse. El
tiempo pareció detenerse en lo que pudo haber sido una fotografía perfecta; los
viandantes la miraban, estáticos, pero nadie daba un paso. Al fin, unas manos
la agarraron por las axilas y la levantaron enérgicamente, otras le alargaron
el bolso y le acercaron el carro. “¿Está bien?”, preguntó una voz masculina,
áspera. Consiguió mantenerse erguida a pesar de los dolores. Levantó la vista
de la acera y se encontró con una gabardina estropeada, con unos ojos limpios,
transparentes, dibujados en una cara sucia, coronada por una mata de pelo
oscuro y revuelto. Se alejó del individuo que le había devuelto la posición
vertical. Observó luego su carro y se lo arrebató a quien lo sujetaba, a aquella
señora que le mostraba su sonrisa destartalada, poblada de pequeños dientes
ocres. “Sí, sí, estoy bien”, se apresuró a asegurar y salió de allí a toda la
velocidad que le permitieron sus miembros doloridos. Se olvidó de la tienda y dirigió
sus pasos de vuelta al portal. “Si quiere podemos llamar a una ambulancia”,
volvió a escuchar aquella voz ronca. Ignoró la proposición y aceleró el paso,
hastiada. “Malditos sucios, estúpidos, ¿quién les ha dado permiso para tocarme
con esas manos inmundas?”. Decidió que quería cambiar de domicilio, salir del
barrio que tanto la maltrataba. “Basta de borrachos y maleantes”.
lunes, 7 de enero de 2013
Algunos días
Algunos días, de forma casi inconsciente, te busco.
Te busco
en los coches que pasan junto a mí acelerados por la prisa de sus conductores
ausentes. Te busco en las aceras, analizo las caras pero ninguna es la tuya. Te
busco entre la gente que se apelotona en las calles de esta ciudad que se
convierte en superpoblada los sábados por la tarde. Te busco en otras personas
y lo lamento porque siento que infravaloro lo que ellas realmente me intentan
aportar. Te busco en cada sonrisa que alguien me dedica, pero se me antojan
demasiado mustias, asépticas. Te busco en palabras que salen de otras bocas y
cuando no te encuentro, me abstraigo; ya no me interesa lo que tengan que
decir. Te busco en cada bar porque sé lo bien que nadas en ellos. Te busco
cuando bailo acompañada y, entonces, debo liberarme para evitar transmitir la
melancolía que me invade. Te busco en el alcohol, en las burbujas de la
cerveza, en los hielos de las copas; pero nada de eso sabe a ti, todo resulta amargo
y las heridas escuecen más. Te busco en
los andenes repletos, en los vagones de metro que se arrastran a marchas
forzadas a la orden del maquinista. Te busco en los portales, en los pasillos,
en el eco de las escaleras desiertas. Te busco en mi cama, entre las sábanas,
bajo el colchón; sin embargo, siempre me despierto sola. Te busco en los
cajones, los vacío y los vuelvo a llenar, por si me he dejado algún rincón sin
registrar. Te busco en el armario; quizá olvidaste algún pedazo de tu piel
entre mis vestidos. Levanto las alfombras, muevo los muebles, corro las
cortinas. Pero nunca hallo nada y me canso de buscar.
Agotada, me
detengo y, sólo entonces, consigo recordar. Ya sé dónde
encontrarte. Sí, ahí. En cada melodía, en cada letra, en cada nota. En las
canciones tristes, en las alegres, en las duras y hasta en las que no entiendo.
En las que hacen reír y en las que provocan tormentas de lágrimas. Así que tomo
aire y descanso. Vuelvo a concentrarme, a ser consciente de lo que me rodea. La
indiferencia regresa y, al fin, me permito olvidar. Ya no me acuerdo de por qué
todo está revuelto en mi habitación.
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