martes, 3 de septiembre de 2013

No te diste cuenta

No te diste cuenta. No te diste cuenta de que te encontré y tú podías haberme encontrado, pero me perdiste mucho antes de hallarme. No te diste cuenta, y no te has percatado aún, de que por mucho que busques no vas a poder llenar ese enorme agujero negro que guardas, que las caricias sin significado no encierran ninguna medicina contra la soledad. No te das cuenta de que los rebaños, las multitudes, no son más que un espejismo de ruido y máscaras. No te das cuenta de que los muros se construyen, no vienen instalados sobre nuestros cimientos. No te diste cuenta de que tu risa, mi risa, se entendían; de que tus ojos, mis ojos, estaban compenetrados; de que tu piel y mi piel se fundían. No te enteraste cuando tus labios y mis labios se hablaron, se susurraron y enseguida supieron. No estabas atento cuando tu mano desobediente buscó la mía. No te diste cuenta de que podíamos haber seguido riendo, charlando, bailando, por más tiempo, por más noches. No llegaste a comprender que no buscaba más eternidad que la de los instantes que de vez en cuando nos brindaba la luna. No advertiste lo difícil que resulta encajar las piezas de un puzzle, que los salientes penetren suavemente en los entrantes, que las figuras tomen forma y sentido por sí solas. No te diste cuenta y ahora... Ahora, por suerte o por desgracia, ya da igual.

viernes, 5 de julio de 2013

Al agua patos

Esos estupendos parajes de recreo alfombrados con un césped suave y agradable al tacto. Esas grandes bañeras alicatadas, llenas de agua refrescante, cristalina y pura. Esos jóvenes de tez morena, por cuyo torso desnudo resbalan redondas gotas que caen al suelo como si no les hubiera afectado el liso camino. Esas maravillosas chicas de piel de melocotón con biquinis minúsculos y melena almidonada al viento. Esos paisajes repletos de vida. Y, por supuesto, repletos de bichos, de niños gritones, de señoras nadando cual boyas flotantes, de adolescentes temerarios. Por si alguno aún no se ha percatado, me refiero a esos lugares denominados piscinas. Qué hay más típico del verano que una maravillosa piscina y su flora y fauna endémicas.

Ayer me di mi segundo baño del verano y mi primero en una estupenda piscina municipal. Los comienzos siempre son duros. Entrar en el recinto, pagar (esto sí que escuece) y buscar un sitio que se adecue a tus gustos y expectativas. No muy lejos del agua, que haya sol y sombra, que no sea un oasis de tierra y piedras, que guarde distancia con los grupos de chicos y chicas y su halo de hormonas, pero también con las mamás y sus retoños llorosos, y si, como es mi caso, estás en un pueblo, que no esté cerca de esas personas de las que antes eras amiga pero ya no, de las que te dejaron de hablar, de las que tú dejaste de hablar, de las que no te apetece saludar, de las que un día se enfadaron, de las que te miran mal, de las que miran demasiado... En fin, una odisea acuática. Pero se consigue, al final, se consigue.

Y colocas la toalla sobre la hierba. La primera toalla que has encontrado en el armario, un pedazo de tela de un color que podría ser gris, totalmente pasado de moda, en el que, si te esfuerzas, se puede leer algo así como “Expo '92”. La otra opción era llevar conmigo a los 101 dálmatas. Me parecieron muchos para meter en un bolso. Te quitas la ropa, atenta a como se desprende de tu cuerpo y a cómo el bikini se adapta debajo, no sea que muestres más de lo que te gustaría. Sujetas, tiras y colocas. Y subes y bajas, y te miras y te remiras hasta que todo parece estar en su sitio. Lista para el agua.

Mientras los niños se tiran desde todos los ángulos y de todas las formas posibles, tú te sientas temerosa en el bordillo, intentando mantener el decoro y la dignidad cuando el agua se empieza a colar por rincones delicados. Por fin, aguantas la respiración y te lanzas como una sirena mediterránea al agua azul. Azul. ¿Azul? Las baldosas y la pintura de las piscinas siempre son azules. Debe existir alguna razón. ¿Qué demonios tratan de ocultar? ¿Es sólo el azul del fondo y las paredes o también es el propio líquido el que adquiere esa tonalidad debido al cloro y demás químicos que le añaden? Quizá sea mejor no enterarse. Comienzas a nadar y, casi a la vez, a hacer guiños la mar de sensuales con unos ojos cada vez más irritados. Te cruzas con gente que parece creer estar en una competición y con  señoras de grandes gafas de bucear totalmente empañadas que, como si se deslizaran por una balsa de aceite, se aproximan lenta y apaciblemente. Por si tuvieras que evitar ya pocos obstáculos, cada dos brazadas aparece un infante de los fondos oceánicos, o del aire, o de cualquier punto que puedas imaginar. Después de un rato peleando con los moradores de ese hábitat peculiar, te resignas a poder completar un triste largo y decides volver al calor de tu acogedora toalla.


Regresas a los vestigios de la Expo. Pero ya no estás sola, te han rodeado. Allí están, como si nada, las mamás, dando plátanos y gusanitos a los mocosos desnudos, los chavales con su horrible música saliendo a todo volumen del teléfono móvil y cualquier persona que antes hubieras tratado de evitar. Un ejército inquieto y ruidoso. Suspiras y coges tu toalla para acercarte un poco más a la zona de sol, por lo menos esperas irte un poco más morena de lo que llegaste. Te colocas boca abajo y, casi sin querer, te detienes a observar el césped. La hierba poblada de hormigas. De bichos de diversas formas y tamaños que te miran desafiantes. Lo mejor será cerrar los ojos. Así aguantas una media hora, entre conversaciones a grito pelado, llantos y picaduras de vete tú a saber qué agradable insecto. Transcurrido ese tiempo, te incorporas y te preguntas por qué no te quedaste en casa tranquilamente bajo el aparato de aire acondicionado. Rectificar es de sabios y ya has cumplido con la tradición. Recoges y te marchas. Respiras hondo. Aún queda verano para acostumbrarse.


miércoles, 3 de julio de 2013

Aires de pueblo II. Un portal a otro universo

Hacía calor, así que decidí entrar en la estación de autobuses. Aún tenía que esperar una hora hasta poder coger el siguiente coche que por fin me llevaría a casa. Nada más cruzar el umbral me di cuenta de que hacía tiempo que no pasaba por aquella transición, por ese portal a otro mundo, el rural. Una ventana hacia un universo paralelo cuya complejidad supera con creces a la de cualquier puerta interestelar o agujero al inframundo. En ese estado de metamorfosis me hallaba, cuando comenzaron a asaltarme recuerdos de hace mucho, de todas esas veces que llegué hasta allí cargada de maletas y mochilas llenas de papeles y libros. Me invadió entonces un extraño sentimiento de nostalgia que, lejos de provocarme ninguna tristeza, dibujó una sigilosa sonrisa en mi boca.

La primera habitación que hacía de sala de espera estaba rodeada por asientos de plástico, antes blancos, ahora amarillentos, que custodiaban firmes y orgullosos unas paredes con cuyo desgastado gotelé hacían juego. No recuerdo haberme cruzado con ninguna persona joven. Todos los que por allí pululaban, arrastrando maletas, acarreando grandes bolsas de cuadros y bolsos de viaje de formas y colores indefinibles, superaban al menos el medio siglo. Los señores lucían, por norma general, camisas de rayas y pantalones de tela. Las barrigas de algunos colgaban sobre los cinturones demasiado apretados, otros estaban tan flacos que eran los cinturones los que colgaban ante el hueco dejado por unas tripas a duras penas adivinables. Algunos llevaban deportivas blancas, porque tienen que ser blancas, y otros unas sandalias de un corte bastante peculiar. Sólo unos pocos presumían de gorra o sombrero. Las escasas mujeres que se divisaban por la zona también solían coincidir en el look elegido para la ocasión: camiseta de tonos pastel cubierta de unos poco discretos brillantes y pantalones de pinzas. Llevaban el pelo corto, rubio ceniza o cobrizo, con ese estilo tan característico que adoptan las féminas made in Spain llegada una edad.

Una vez analizado el escenario y los actores, opté por seguir avanzando, más adentro, hasta alcanzar el pasillo que cruzaba toda la estación y en el que también había algunos bancos. Me senté al lado de unos tipos, dejando algún asiento de por medio, para conservar mi independencia del grupo y poder escuchar y observar sin que se me incluyera en la banda. Que se les veía pinta de acogedores.

Tras pasar un rato observando los caducados anuncios de muebles que coronaban las ventanillas de venta de billetes, se me acercó una mujer de unas 70 primaveras. Al menos las aparentaba, quizá incluso sumara algún invierno más. Estaba demasiado morena y profundas arrugas surcaban las comisuras de sus labios. Llevaba una camiseta color salmón y un collar largo de perlas, bastante pasado de moda. “Cuídame ésto mientras salgo un momento a fumar un cigarro”. No fue una petición, fue una orden clara  y concisa. Mientras hacía un gesto afirmativo y le expresaba mi conformidad, la señora ya había plantado su maleta negra a mi lado y se había largado hablando sola. Así que allí me quedé, cada vez más sorprendida de que todo aquello pudiera llegar a ser tan entretenido. Era como haber caído de pronto en una novela sobre la castilla delibiana.

El grupo de hombres que se encontraban a mi derecha no parecían tener mucha conversación. Hacían comentarios sobre el tiempo y criticaban a los conocidos que pasaban. Uno de ellos, por lo visto sordomudo, ponía cara de interesante bajo unas gafas de sol tipo Ray-Ban y una descolorida gorra de Goodyear. Hacía gestos y el resto le correspondía de la misma manera, aunque ninguno de aquellos vigorosos aspavientos parecía tener mucho sentido. De vez en cuando daba un gritito grave que me sobresaltaba. Al fin volvió la señora de la maleta y el cigarro y se sentó a mi lado mascando afanosamente un chicle, “¿tú a dónde vas? Es que la de la taquilla no está, siempre llega tarde". Le dije adónde iba, pero la tertulia no dio mucho de sí. La mujer volvió a levantarse y se dedicó a recorrer el pasillo murmurando algo.

No me dio tiempo a relajarme. Había llegado un nuevo colega que gesticulaba muy entusiasta ante los del banco de al lado. Entonces, empecé a notar las miraditas y a sentir una clara premonición de nubes y chubascos. “Hola guapa, ¿cómo te llamas?”, me preguntó el visitante mientras me ofrecía su mano. Torcía la cabeza de una forma un tanto inusual y se retorcía los dedos. Tengo un imán para cierto tipo de personas. Contesté con mi nombre y el susodicho se acercó para plantarme un beso en no sé bien qué lugar de mi cara. “No, besos no”, me defendí. Se apartó, aunque no pareció ofenderse. “Buen viaje guapa, buen viaje”, repetía mientras continuaba alejándose con una postura que recordaba bastante a la del señor Burns. Se topó entonces con la morenaza del cigarro y le comentó mientras me señalaba: “éstas están blancas. No quieren sol, no se ponen negras”. Me miré las piernas instintivamente. Ahí tenía que darle la razón, un poco de melanina no me vendría mal. Luego podía pedirle un poco a mi nueva amiga. Ya en su círculo habitual, aquel tipo tan simpático continuaba con su repertorio, “qué guapa, qué buena moza”. Y yo, que nunca he sabido escabullirme con dignidad de situaciones embarazosas, ponía cara de circunstancias mientras miraba alternativamente al suelo y a los señores de avanzada edad que me observaban divertidos.


Después de unos minutos de rigor, decidí que ya había sido suficiente y me levanté. Ya estaba, había superado la prueba. Había cruzado al otro lado. 

jueves, 2 de mayo de 2013

Onirismo


No recordaba cuándo había bebido el mejunje. Porque tenía que haberlo bebido, no podía ser de otra manera. Se miraba las manos una y otra vez; esos dedos pequeños de uñas diminutas con los que apenas podría hacer nada útil. Los brazos, cortos y delgados, le colgaban suspendidos a ambos lados de su achatado tronco de niña. Levantó uno de sus pies descalzos y onduló los deditos que surcaban las suaves cimas; necesitaba sentir que aún le pertenecían.

Allí estaba, sentada y sola, balanceando unas piernas que ya no lograban alcanzar el suelo desde lo alto de la cama. Todo parecía más grande, más incomprensible, distinto y complicado, como si no sólo hubiera variado el tamaño de sus miembros, sino también el de su experiencia. Volvía a sentir un miedo pueril que, por serle ya desconocido, le resultaba aterrador. Nuevos temores ya olvidados pero que a la vez le resultaban la mar de familiares, de otra época que hace tiempo dejó atrás. Su mente, ahora infantil, la atormentaba con preguntas para las que su parte adulta no tenía respuesta.

De un salto posó sus pies en la fría superficie de parqué. Se alejó a tientas de la seguridad de las sábanas, dispuesta a franquear la puerta que la separaba de un mundo que no sabía si continuaba siendo el del día anterior. Movió la manilla y empujó débilmente, hasta conseguir una abertura de tan sólo unos centímetros. Aproximó su naricilla a la rendija para que uno de sus ojos pudiera susurrarle qué había más allá. Sin embargo, no fue capaz porque, tras la oscuridad de su cuarto, otra oscuridad insondable le esperaba tumbada en el sofá. Aún así, no se amilanó y de nuevo obligó a la puerta a desplazarse. A pesar de los insistentes chirridos de los goznes, que parecían resistirse al movimiento, logró que las dos negruras se fundieran ante ella.

Como un animal, el miedo volvió para arañarle la espalda. Ni siquiera las hendiduras de las persianas permitían el paso de la más mínima claridad. No estaba segura de querer avanzar. ¿Hacia dónde? ¿Para qué? Sin embargo, se obligó a caminar valiéndose de sus brazos para detectar los posibles obstáculos. Caminó siguiendo la pared, rugosa y helada, hasta alcanzar el corredor plagado de tinieblas. Al fondo, una tímida luz le saludaba, temblaba, desparecía y regresaba para mostrarse un poco más nítida. Sus pasos esperanzados se dirigieron hacia el fin del pasillo, cada vez más rápidos, más ansiosos. La luz se aproximaba, venía del cuarto de baño. Se detuvo en la entrada y observó. La bombilla estaba apagada aunque allí todo estaba iluminado. El espejo le tentaba y se acercó, temerosa, en busca de su reflejo. Enfrentada a la superficie de cristal, su gesto se crispó y una mueca de terror se adueñó de su cara. Una sonrisa áspera, plagada de arrugas, unos ojos despiadados le observaban desde la pared. La anciana reía amargamente mientras las lágrimas rodaban hasta los pliegues que guardaban sus labios. De repente, se despertó cubierta de llanto y sudor. Se incorporó rápidamente y encendió la lámpara de la mesita. Miró sus manos para comprobar que todo había vuelto a la realidad. Confusa, continuó llorando como una niña asustada, como una vieja cansada. Y apagó la luz.

lunes, 1 de abril de 2013

En Rusia no cambian la hora


Hoy es lunes y los lunes se sale de casa con los dientes apretados, con los dedos cruzados y con el ceño fruncido. Las ganas se han quedado en mi cuarto, pero me doy cuenta ya a las puertas de la estación. Tarde, como siempre. Corro y corro. Sonrío pensando que merezco una medalla al final del camino o, al menos, que alguien me pase un vaso de agua durante el recorrido. Me precipito escaleras mecánicas abajo, atropellando a los que nunca entendieron aquello de derecha e izquierda. Con la música a tope, una suerte de evasión de la tragicomedia de andén que me rodea, me abalanzo sobre la puerta del vagón y caigo dentro, como por un agujero negro, en otra dimensión. Busco un sitio libre y aposento mi cuerpo cargado de legañas junto al cristal.

A mi lado se sienta una señora. Una mujer de mediana edad, rubia, con un flequillo peinado en pequeños grupos capilares que se columpian alegres sobre su frente. Mira el reloj, parece inquieta. Saca el móvil del bolsillo de su plumas color dorado, lo desbloquea y consulta la hora. La atisbo por el rabillo del ojo pero disimulo cuando veo que comienza a echarme miraditas repletas de interrogantes. Al fin me puede la empatía y la observo de frente. Comienza a hablarme y me quito los cascos. “¿Qué horrra es?”, pregunta con acento extranjero. “Las nueve y media”, respondo no sin antes mirar la pantalla del teléfono. “¿LAS NUEVE Y MEDIA?”, me increpa a trompicones mientras diminutos proyectiles salidos de su boca surcan los aires peligrosamente. Por suerte ninguno me alcanza. “Sí, las nueve y media”, contesto convencida. “Perrro… ¿qué ha pasado con la horrra?”, cuestiona entre divertida y perpleja. ¿Qué ha pasado con la hora?, me pregunto yo también. Ah, ya. “La cambiaron el sábado por la noche”. “¿La cambiarrron el sábado por la noche?”, repite con los ojos a punto de salírsele de las órbitas y una sonrisa creciente en la cara, “¿perrro porrr qué yo no me he enterrrado?”. Un hilo de tensión se extendió entre la audiencia y ya nadie pudo resistirse. Ni yo, ni los viajeros más cercanos, todos prorrumpimos en tibias carcajadas de complicidad.

La dama atemporal llama entonces a un conocido por el móvil, “llego tarrrde porrrque rrresulta que cambiarrron la horrra, y yo no lo sabía”. La mujer cuelga y comienza a reírse sin parar, lo que nos hace difícil al resto volver a la anodina rutina del vagón de cercanías. Concluyo que esta señora debe de ser rusa, por lo menos, y vuelvo a sonreír, pero con cuidado de que no se dé cuenta y me crea cómplice de sus próximas bromas rusas. Debo conservar la apatía que exige todo lunes por la mañana. ¿Lleva desde el sábado sin ver la televisión, escuchar la radio o mirar su móvil donde la hora se cambia automáticamente? ¿Ha llegado de Rusia esta misma mañana sin conocer las costumbres europeas de jugar con el tiempo? No lo sé. El caso es que mi reloj funciona bien, pero también llego tarde. Siempre puedo poner la escusa de que el despertador tenía la hora rusa.

martes, 5 de marzo de 2013

Gente decente


Unos pantalones pitillo, viejos, descoloridos. Eran estrechos, pero en ella daban la impresión de ser enormemente anchos. Con unas piernas tan delgadas como aquellas, cualquier prenda parecía demasiado holgada, como la funda de plástico que envuelve los palillos de los bares. El jersey rojo claro, o naranja oscuro, o de cualquier tonalidad semejante a la de un viejo edificio de ladrillo, asomaba bajo una cazadora negra, que apenas le llegaba a la cintura y cuyos bolsillos colgaban hacia fuera, cansados del interior mugriento de la chaqueta. Llevaba unas deportivas blancas con ribetes azules, estándar, sin marca alguna indicada en los laterales. En una mano sostenía una cerveza y con la otra sujetaba un cigarrillo. Sonreía. Ostentaba una sonrisa burlona, casi desdentada, cuya canción recordaba al rechinar de un sofá que es arrastrado por el suelo. Reía a la par que su compañero, un tipo envuelto en una gabardina marrón, desgarrada y raída, contaba  alguna batallita acompañando la narración con el movimiento del brick de vino que asía su mano derecha. La historia debía ser divertida y el alcohol seguramente echara un cable. Un humor paradójico en una escena a primera vista tan sombría.

Carmen se asomaba a la ventana y contemplaba la obra de teatro que hoy le prestaba el barrio. Sus viejas manos se apoyaban en el alféizar mientras sus ojillos perseguían con avidez a los transeúntes. Las pupilas saltaban del grupo de niños a la mujer que cargaba la compra, del hombre del bastón y el sombrero a la chica que taconeaba calle abajo. Detuvo la vista en aquellos dos, los borrachos que franqueaban la cabina. Qué triste, dónde había ido a parar aquella ciudad. Ya no había seguridad, se permitía a tales esperpentos ocupar la acera, estropeando la imagen del lugar. “Malditos roñosos”, murmuró. Suspiró y cerró la ventana con estrépito. “Ya no queda gente decente, sólo vagabundos y drogadictos”.

La anciana fue hasta la cocina, cogió el monedero de encima de la mesa y tiró del carro de tela a cuadros. Necesitaba leche, como siempre su hija se había olvidado de traérsela el día anterior. Meneó la cabeza pensando en María y sus despistes, sus tropiezos y dudas constantes. Podía haber sido una gran chica si no tuviera tantos pájaros en la cabeza. Cerró la puerta tras de sí y llamó al ascensor. Podía haber conseguido un trabajo decente, podía haber sido abogada, médico o profesora, después de todo era lista como un demonio. Pero no, se había empeñado en la pintura. Se lo repitió una y otra vez, y aún hoy se lo repetía: las brochas no dan dinero. “Es lo que me gusta mamá”, solía argumentar ella con tono pusilánime. Montó en el ascensor y descendió hasta el bajo. “Buenos días, Carmen”, le saludó Manolo, el conserje. Carmen hizo un ligero gesto de cabeza y se precipitó hacia la puerta. Aquel hombre no le caía nada bien. El pelo sucio, pegado a la cara, aire desaliñado. No era forma de regentar una conserjería. Ni siquiera de salir a la calle.

Se plantó en la acera seguida por las ruedas del carro que comenzó con su traquetreo habitual. De repente, la mujer tropezó. Su pie derecho topó con un montículo inesperado y todo su cuerpo la acompañó en el aterrizaje. El carro cayó a su lado con gran estruendo. Logró frenar el golpe con las manos, pero las rodillas comenzaron a dolerle casi al instante, se quedaron clavadas en la fría superficie, no era capaz moverse. El tiempo pareció detenerse en lo que pudo haber sido una fotografía perfecta; los viandantes la miraban, estáticos, pero nadie daba un paso. Al fin, unas manos la agarraron por las axilas y la levantaron enérgicamente, otras le alargaron el bolso y le acercaron el carro. “¿Está bien?”, preguntó una voz masculina, áspera. Consiguió mantenerse erguida a pesar de los dolores. Levantó la vista de la acera y se encontró con una gabardina estropeada, con unos ojos limpios, transparentes, dibujados en una cara sucia, coronada por una mata de pelo oscuro y revuelto. Se alejó del individuo que le había devuelto la posición vertical. Observó luego su carro y se lo arrebató a quien lo sujetaba, a aquella señora que le mostraba su sonrisa destartalada, poblada de pequeños dientes ocres. “Sí, sí, estoy bien”, se apresuró a asegurar y salió de allí a toda la velocidad que le permitieron sus miembros doloridos. Se olvidó de la tienda y dirigió sus pasos de vuelta al portal. “Si quiere podemos llamar a una ambulancia”, volvió a escuchar aquella voz ronca. Ignoró la proposición y aceleró el paso, hastiada. “Malditos sucios, estúpidos, ¿quién les ha dado permiso para tocarme con esas manos inmundas?”. Decidió que quería cambiar de domicilio, salir del barrio que tanto la maltrataba. “Basta de borrachos y maleantes”.


lunes, 7 de enero de 2013

Algunos días


Algunos días, de forma casi inconsciente, te busco. 

Te busco en los coches que pasan junto a mí acelerados por la prisa de sus conductores ausentes. Te busco en las aceras, analizo las caras pero ninguna es la tuya. Te busco entre la gente que se apelotona en las calles de esta ciudad que se convierte en superpoblada los sábados por la tarde. Te busco en otras personas y lo lamento porque siento que infravaloro lo que ellas realmente me intentan aportar. Te busco en cada sonrisa que alguien me dedica, pero se me antojan demasiado mustias, asépticas. Te busco en palabras que salen de otras bocas y cuando no te encuentro, me abstraigo; ya no me interesa lo que tengan que decir. Te busco en cada bar porque sé lo bien que nadas en ellos. Te busco cuando bailo acompañada y, entonces, debo liberarme para evitar transmitir la melancolía que me invade. Te busco en el alcohol, en las burbujas de la cerveza, en los hielos de las copas; pero nada de eso sabe a ti, todo resulta amargo y las heridas escuecen más. Te busco  en los andenes repletos, en los vagones de metro que se arrastran a marchas forzadas a la orden del maquinista. Te busco en los portales, en los pasillos, en el eco de las escaleras desiertas. Te busco en mi cama, entre las sábanas, bajo el colchón; sin embargo, siempre me despierto sola. Te busco en los cajones, los vacío y los vuelvo a llenar, por si me he dejado algún rincón sin registrar. Te busco en el armario; quizá olvidaste algún pedazo de tu piel entre mis vestidos. Levanto las alfombras, muevo los muebles, corro las cortinas. Pero nunca hallo nada y me canso de buscar. 

Agotada, me detengo y, sólo entonces, consigo recordar. Ya sé dónde encontrarte. Sí, ahí. En cada melodía, en cada letra, en cada nota. En las canciones tristes, en las alegres, en las duras y hasta en las que no entiendo. En las que hacen reír y en las que provocan tormentas de lágrimas. Así que tomo aire y descanso. Vuelvo a concentrarme, a ser consciente de lo que me rodea. La indiferencia regresa y, al fin, me permito olvidar. Ya no me acuerdo de por qué todo está revuelto en mi habitación.