jueves, 2 de mayo de 2013

Onirismo


No recordaba cuándo había bebido el mejunje. Porque tenía que haberlo bebido, no podía ser de otra manera. Se miraba las manos una y otra vez; esos dedos pequeños de uñas diminutas con los que apenas podría hacer nada útil. Los brazos, cortos y delgados, le colgaban suspendidos a ambos lados de su achatado tronco de niña. Levantó uno de sus pies descalzos y onduló los deditos que surcaban las suaves cimas; necesitaba sentir que aún le pertenecían.

Allí estaba, sentada y sola, balanceando unas piernas que ya no lograban alcanzar el suelo desde lo alto de la cama. Todo parecía más grande, más incomprensible, distinto y complicado, como si no sólo hubiera variado el tamaño de sus miembros, sino también el de su experiencia. Volvía a sentir un miedo pueril que, por serle ya desconocido, le resultaba aterrador. Nuevos temores ya olvidados pero que a la vez le resultaban la mar de familiares, de otra época que hace tiempo dejó atrás. Su mente, ahora infantil, la atormentaba con preguntas para las que su parte adulta no tenía respuesta.

De un salto posó sus pies en la fría superficie de parqué. Se alejó a tientas de la seguridad de las sábanas, dispuesta a franquear la puerta que la separaba de un mundo que no sabía si continuaba siendo el del día anterior. Movió la manilla y empujó débilmente, hasta conseguir una abertura de tan sólo unos centímetros. Aproximó su naricilla a la rendija para que uno de sus ojos pudiera susurrarle qué había más allá. Sin embargo, no fue capaz porque, tras la oscuridad de su cuarto, otra oscuridad insondable le esperaba tumbada en el sofá. Aún así, no se amilanó y de nuevo obligó a la puerta a desplazarse. A pesar de los insistentes chirridos de los goznes, que parecían resistirse al movimiento, logró que las dos negruras se fundieran ante ella.

Como un animal, el miedo volvió para arañarle la espalda. Ni siquiera las hendiduras de las persianas permitían el paso de la más mínima claridad. No estaba segura de querer avanzar. ¿Hacia dónde? ¿Para qué? Sin embargo, se obligó a caminar valiéndose de sus brazos para detectar los posibles obstáculos. Caminó siguiendo la pared, rugosa y helada, hasta alcanzar el corredor plagado de tinieblas. Al fondo, una tímida luz le saludaba, temblaba, desparecía y regresaba para mostrarse un poco más nítida. Sus pasos esperanzados se dirigieron hacia el fin del pasillo, cada vez más rápidos, más ansiosos. La luz se aproximaba, venía del cuarto de baño. Se detuvo en la entrada y observó. La bombilla estaba apagada aunque allí todo estaba iluminado. El espejo le tentaba y se acercó, temerosa, en busca de su reflejo. Enfrentada a la superficie de cristal, su gesto se crispó y una mueca de terror se adueñó de su cara. Una sonrisa áspera, plagada de arrugas, unos ojos despiadados le observaban desde la pared. La anciana reía amargamente mientras las lágrimas rodaban hasta los pliegues que guardaban sus labios. De repente, se despertó cubierta de llanto y sudor. Se incorporó rápidamente y encendió la lámpara de la mesita. Miró sus manos para comprobar que todo había vuelto a la realidad. Confusa, continuó llorando como una niña asustada, como una vieja cansada. Y apagó la luz.