No recordaba cuándo había bebido el
mejunje. Porque tenía que haberlo bebido, no podía ser de otra manera. Se
miraba las manos una y otra vez; esos dedos pequeños de uñas diminutas con los
que apenas podría hacer nada útil. Los brazos, cortos y delgados, le colgaban
suspendidos a ambos lados de su achatado tronco de niña. Levantó uno de sus
pies descalzos y onduló los deditos que surcaban las suaves cimas; necesitaba
sentir que aún le pertenecían.
Allí estaba, sentada y sola, balanceando
unas piernas que ya no lograban alcanzar el suelo desde lo alto de la cama.
Todo parecía más grande, más incomprensible, distinto y complicado, como si no
sólo hubiera variado el tamaño de sus miembros, sino también el de su experiencia.
Volvía a sentir un miedo pueril que, por serle ya desconocido, le resultaba
aterrador. Nuevos temores ya olvidados pero que a la vez le resultaban la mar de
familiares, de otra época que hace tiempo dejó atrás. Su mente, ahora infantil,
la atormentaba con preguntas para las que su parte adulta no tenía respuesta.
De un salto posó sus pies en la fría
superficie de parqué. Se alejó a tientas de la seguridad de las sábanas,
dispuesta a franquear la puerta que la separaba de un mundo que no sabía si continuaba
siendo el del día anterior. Movió la manilla y empujó débilmente, hasta
conseguir una abertura de tan sólo unos centímetros. Aproximó su naricilla a la
rendija para que uno de sus ojos pudiera susurrarle qué había más allá. Sin
embargo, no fue capaz porque, tras la oscuridad de su cuarto, otra oscuridad
insondable le esperaba tumbada en el sofá. Aún así, no se amilanó y de nuevo
obligó a la puerta a desplazarse. A pesar de los insistentes chirridos de los
goznes, que parecían resistirse al movimiento, logró que las dos negruras se
fundieran ante ella.
Como un animal, el miedo volvió para
arañarle la espalda. Ni siquiera las hendiduras de las persianas permitían el
paso de la más mínima claridad. No estaba segura de querer avanzar. ¿Hacia
dónde? ¿Para qué? Sin embargo, se obligó a caminar valiéndose de sus brazos
para detectar los posibles obstáculos. Caminó siguiendo la pared, rugosa y
helada, hasta alcanzar el corredor plagado de tinieblas. Al fondo, una tímida luz
le saludaba, temblaba, desparecía y regresaba para mostrarse un poco más nítida.
Sus pasos esperanzados se dirigieron hacia el fin del pasillo, cada vez más
rápidos, más ansiosos. La luz se aproximaba, venía del cuarto de baño. Se
detuvo en la entrada y observó. La bombilla estaba apagada aunque allí todo
estaba iluminado. El espejo le tentaba y se acercó, temerosa, en busca de su
reflejo. Enfrentada a la superficie de cristal, su gesto se crispó y una mueca
de terror se adueñó de su cara. Una sonrisa áspera, plagada de arrugas, unos ojos
despiadados le observaban desde la pared. La anciana reía amargamente mientras las lágrimas rodaban hasta los pliegues que guardaban sus labios. De
repente, se despertó cubierta de llanto y sudor. Se incorporó rápidamente y
encendió la lámpara de la mesita. Miró sus manos para comprobar que todo había
vuelto a la realidad. Confusa, continuó llorando como una niña asustada, como
una vieja cansada. Y apagó la luz.