domingo, 29 de abril de 2012

Quién fuera una camisa

- ¿Qué es lo que estás pensando?

- Pues… ¿qué pasaría si fuera un ser inanimado como esa tela que cuelga ahí en frente?

- Creo que has tomado demasiado té hoy…

- No seas idiota. ¿Y si el tiempo en vez de minarme de arrugas me royera, me agujereara? Es una forma de desgaste de todas maneras.

- Como una cabra…

- ¿Y si no pudiera moverme, tan sólo dejarme arrastrar por el viento como esa camisa? No tendría libertad de movimiento, ni de acción, pero esa falta de libertad quizá supondría el mayor de los descansos. No tener que plantearme cuál va a ser mi siguiente paso, si tengo que mover un pie, una mano, si tengo que subir o bajar una escalera. Flotar suspendida en el aire sin temor a hacerme daño al caer, para luego deslizarme sobre el cuerpo de algún extraño y acompañarle en su día, en su ajetreo, hasta terminar en la oscuridad de un armario lleno de otras prendas como yo. Sin deberes, ni obligaciones, sin educación, sin normas de convivencia.

- ¿Quieres ser una camisa para no moverte?

- ¿Y si mi cuerpo no estuviese formado de células vivas? No podría tener enfermedades, ni dolores, ni cansancio, ni hambre. Aun así sería susceptible al ataque de bacterias e insectos que me destruirían poco a poco, sin que yo pudiera tomar medicamento alguno o adoptar remedios para deshacerme de ellos. Me vería obligada a dejarme consumir.

- ¿Te sientes mal? Voy a ir a por el termómetro.

- ¿Y si no tuviera capacidad de pensamiento, raciocinio, ni sentimientos? ¿Cómo es no pensar? Estaría vacía. Sólo tendría existencia. Únicamente sería, estaría. Dos únicos verbos para una vida quizá eterna o, al menos, con una duración tan indeterminada que pudiera ser comparable a una eternidad. En mi devenir no habría cabida para el tiempo; sin presente, ni pasado, ni futuro, subsistiría en un instante estático y permanente. La gente me olvidaría y a mí no me importaría lo más mínimo, porque ni siquiera me daría cuenta. Una crítica, una adulación serían expresiones que no comprendería. No escucharía, no vería, no sentiría, no saborearía. No nada. No tendría miedos, ni esperanzas, no desearía tenerlas tampoco.

- Oye, en serio, no entiendo nada de lo que estás diciendo… Me voy dentro, cuando acabes con tus paranoias te dejo volver.

- Ser algo pero ser nada al mismo tiempo, porque si no puedes tener consciencia de ti mismo realmente no existes, o sí, pero tu existencia sería ajena, nunca te pertenecería. En fin, dejémoslo. Quién fuera una camisa.

martes, 10 de abril de 2012

Cuando se cierra el telón

El pijama me arrulla. El café humea. La luna corre descalza sobre los tejados para dejar paso a un sol que los alumbra mientras me dedica una sonrisa burlona. Tejados en los que los gatos han sido sustituidos por antenas y las tejas por cemento. Tejados que no son tejados sino azoteas, que suena peor.


La noche se escapa después de haberme prestado ya todas sus horas. No sé qué hago bebiendo café ni por qué sigo mirando ensimismada por la ventana de la cocina. Ya que estoy, aún con la mente turbulenta y emborronada, esbozo recuerdos de no hace tanto. Poco a poco, palabra a palabra, lo consigo:

Un sustantivo: beso.

Un verbo: regalar.

Un adjetivo: mentirosa.

El resto llega rodado. Mentiras llenas de silencio. Medias verdades con sabor a cerveza que dejas en otros labios para no seguir cargando con ellas. Sólo dos protagonistas y espectadores de la misma farsa. Minutos de ficción sin ciencia ni sentido alguno.

Engañar buscando consuelo o dejándote llevar hacia la salida fácil, sin maldad, pero siendo consciente, o al menos semiconsciente, de tu papel en la escena, de las exigencias del guión. Cerrar una puerta sin mirar atrás.

Dejar la botella en el suelo junto con algunos restos de cordura y subir los escalones insegura, tambaleante, intentando no hacer ruido.

 Y ya está, y es todo; la obra llegó a su fin.

Quizá tendría que haber optado directamente por la oscuridad del sueño; la luz no me ha sentado bien, y el café tampoco.

Guerra y paz

Y le miró como diciendo “qué me estás contando”. Todos aquellos arrumacos caían en saco roto, y él lo notaba, sentía el saco más y más vacío con cada caricia que recibía.

La luz del sol daba un toque distinto a su pelo, más rojizo, que sujetaba detrás de las orejas. Le miraba con sus ojos de miel como suplicando una respuesta a la pregunta que no se había atrevido a pronunciar en voz alta. La comisura de sus labios aun mostraban los restos de carmín que los besos no consiguieron borrar.
Se hizo el tonto y dirigió su mirada a la habitación, como si existiese un horizonte más allá de la pared de enfrente. “Vaya leonera”, comentó, para salir al paso, para evitar la intimidad que la luz de la mañana ahora convertía en algo violento. Sentía los ojos de ella fijos en su nuca, tratando de hurgar en sus pensamientos, pero tenía la certeza de que no lograría penetrar; la coraza estaba en su sitio. No obtuvo respuesta a la afirmación, lo de escaparse por la tangente nunca se le dio demasiado bien. Finalmente, llegó a la conclusión de que tendría que volver a aguantarle la mirada a aquella musa que compartía su edredón.

“Dime qué pasa”. No perdía detalle, qué astuta. Los rayos del sol acariciaban sus hombros desnudos. Examinó con un simple vistazo su apetecible cuello y se detuvo en su tatuaje. Maldito dibujo que tantas maldades suscitaba a sus hormonas. No, no era el momento. Allí estaba, una chica, “la chica”, y él no sentía más calor que el que traspasaba el crista de la ventana y el que las ganas de la mañana le provocaban. Obligó a sus neuronas a funcionar. Se aclaró la garganta, dio la vuelta a su lengua pastosa, para asegurarse que después de tanto jaleo aún seguía ahí, y preparó la mentira desde lo más profundo, para que saliera limpia y aseada, pero siempre natural. “No pasa nada, no sé por qué lo dices”. Ya estaba. La besó fugazmente y se levantó. “Voy a por agua”.

Mientras se encaminaba a la cocina intentaba analizar la situación, pero el alcohol se había propasado con su pobre cerebro; los pensamientos le salían en hilos, en colgajos que no lograba unir. No deseaba hablar, no quería decirle nada más, mejor no darle vueltas al tema. Continuamente le asediaban imágenes de aquel maravilloso cuerpo encima de él, del ansia y la sed que le invadían hacía tan sólo unas horas. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al fin, cogió un vaso y lo llenó de agua, le dio un sorbo lento, distraído. Entonces, oyó un ruido y se giró para ver cómo su enemigo abandonaba el campo de batalla. “¿Te vas ya?”, preguntó con una sorpresa que sonó artificial, de lata, como si la respuesta no fuera lo suficientemente evidente. Ella, despeinada, las ojeras asomando, con la chaqueta de cuero a medio poner, se detuvo, dejó caer los brazos y subir la mala leche, que se instaló en sus cejas para dar forma a dos arcos perfectos. Cuatro palabras brotaron de su boca en procesión, melodiosas, con un tono y una armonía dignos del mismísimo Cela: “Vete a la mierda”.


El portazo le dejó solo de nuevo, con su armadura brillante, intacta. Una vez más, había resultado ileso.