miércoles, 29 de febrero de 2012

Reyes

Se levantó del mugriento sofá exhalando un suspiro de resignación. Era la hora, debía acudir a su cita diaria, el único compromiso que ocupaba su tiempo. Tommy se acercó y le olisqueó los pies mientras agitaba su peluda cola; sabía que era el momento de respirar aire fresco.

Fue al cuarto a por su instrumento. Tardó un rato en encontrarlo entre todos los trastos que inundaban la habitación. La lámpara rota en la mesilla de noche, la cama sin hacer, las cortinas cuyo color ya ni si quiera era descriptible. Entró en el baño y se miro al espejo; el rostro oscuro y arrugado, casi oculto por la espesa barba que no recordaba cuándo fue la última vez que afeitó, esos ojos pequeños, que sabía eran suyos, pero que ya no reconocía. El color marrón de su iris ya había desteñido, los años y la desidia ahora ocultaban su brillo, sólo el olvido latía alrededor de sus pupilas; un olvido acomodado, había encontrado la residencia perfecta. No le gustaba mirarse al espejo porque era como observar un cuadro de insidiosa verdad. El golpe era duro aun sabiendo de antemano lo que iba a encontrar. Bajó la vista y pensó en abrir el grifo, pero recordó que nada circularía por las cañerías pues habían cortado el agua hacía meses. Al fin se decidió, cogió su abrigo largo, la funda de piel y salió, dejando que Tommy le adelantase en la escalera.

Bajó la calle empujando las miradas de la gente, recelosas, esquivas. Él sólo deseaba pasar desapercibido. El señor del traje y corbata, el niño que saltaba tras su madre y la señora que apretaba su bolso contra el costado, desconfiada. Pasó por delante de todos aquellos escaparates llenos de ropa y de maniquíes insulsos.

Llegó a su esquina. Allí era; el escenario preparado para un público que nunca permanecía hasta el final del concierto. Abrió la cremallera y extrajo su saxofón. Aquel instrumento tan viejo como él, tan encorvado, tan usado y, sin embargo, tan lleno de fuerza. Colocó con delicadeza la boquilla en sus labios y sopló, dejó que hablara por él, porque era la única manera de hacerse escuchar. Las notas flotaron por el aire como si fueran gotas de agua condensada, como niebla que envolvía a los viandantes, que, distraídos, continuaban con sus quehaceres, sus idas y venidas. Una niña pasó y se detuvo delante del viejo músico negro. Él la miró y ella comprendió, como sólo entienden los niños, su tristeza, el desamparo que destilaban sus entrañas en aquella canción. Entonces, su madre volvió y la agarró de la mano para continuar arrastrándola calle arriba.

Una sombra más, una luna más. El perro se sentó a su lado, como un vigía, examinando a las personas que se cruzaban con el artista. Miraba con altanería, parecía juzgarles. Levantó el hocico hacia su dueño y movió el rabo. Sólo la música les acompañaba, aquel sonido conseguía ahuyentar a la soledad y a la miseria.
Cada noche, aunque fuera por unas horas, ellos eran los reyes.


Este señor de la ilustración no es el músico al que me refiero, está claro, pero es que él no se deja fotografiar.

viernes, 17 de febrero de 2012

Tanta gente

Tanta gente. En la calle, en los bares, en el autobús. Por momentos apretadas, pegadas, casi unidas por una cremallera. Con cierta perspectiva pueden observarse a veces formando una masa heterogénea; aparecen ante tus ojos como un gran rebaño, semejantes a esas manadas de ñus de los documentales, subiendo por las escaleras al salir del metro.

Incluso en casa, no creas que estás solo, porque no es así. En cuanto tengas el móvil cerca, tantos individuos como contactos cuentes en tu agenda que pertenezcan al mundo “whatsapp” están dispuestos a escuchar todo comentario que quieras dirigirles. En cualquier momento, a cualquier hora. Si enciendes el ordenador la situación es semejante; facebook, twitter, tuenti. Cientos de personas, incluso miles en algunos casos, pegadas a sus pantallas para darnos a conocer sus vidas o tan sólo disponibles para una conversación casual. Tanta gente.

Un aparato de compañía; la televisión, cuya popularidad ha bajado a la altura de la del microondas, eclipsada por causa y efecto de la red. Decenas de canales donde distintos tipos de presentadores, actores y demás animales del género nos entretienen, nos informan, nos enseñan, nos emocionan, nos enfadan e, incluso, nos hacen pasar miedo. Hay gente que enciende la tele y la deja ahí, solitaria, mientras se dedica a sus quehaceres. Ella, desolada, habla para telespectadores que ya ni siquiera están preparados para prestar atención a nada, porque tienen que repartirse, además, entre todos sus dispositivos electrónicos. Demasiadas personas a la que atender, nos faltan orejas, manos y bocas. Tanta gente.

¿Qué era de nosotros cuando nada de esto existía? Aquellos tiempos en que si no querías llamar a tu amigo había que mandar un mensaje de texto y acortarlo, claro, al mínimo para que te permitiera tan sólo un envío. En realidad el whatsapp es de ayer por la noche, de madrugada, cuando despertamos y pensamos “guau”, dos contactos tienen whatsapp. Luego fueron tres, y cuatro y… cienes y cienes, que diría Sabina. De repente, ya no estábamos nunca solos y era extremadamente fácil comunicarnos con todo el mundo, para bien y, en ocasiones, para mal. Tanta gente.

De hace un par de días ya es el surgimiento de las redes sociales. Entre humo, entre frases de “¿esto cómo coño va?” nacieron las chicas. Jóvenes, inexpertas, al principio no nos imponían muchos deberes. Luego, con el tiempo, han cogido confianza y casi hay que pararles las manos, y los pies, para que no desparramen tu vida por la red. Vida, de la que, por otra parte, somos nosotros mismos los que elegimos hacer al resto de nuestros “amigos” partícipes. Pero son nuestros amigos, gente a la que conocemos… ¿o no tanto? En fin, que las chicas ya hasta nos preguntan si no queremos compartir algo con ellas, nos cuestionan, incluso, que no nos haya pasado nada en toda la semana. El próximo paso será que se mosqueen y no nos dejen visitarlas en un mes. Qué amantes tan exigentes.

De cuando no había televisión no voy a hablar porque no me siento autorizada para hacerlo, no es una época que me corresponda, ni una historia que pueda contarse sin haberla vivido. Claro está, como ya he mencionado, su pérdida de popularidad hace que muchos piensen, así, a la primera, “yo podría vivir sin ella”. Yo misma he sobrevivido sin tele, y ahora malvivo con cuatro canales. Ojo al dato: ahora las series están en Internet.

No parecemos saber estar solos. La soledad, está relegada al fondo del armario, es síntoma de aislamiento social, de retraimiento. La tememos. Creemos no tener compañía, pero nunca dejamos de rodearnos de voces, de palabras, de fotos que nos recuerden que hay alguien ahí. La era de la comunicación. Y de la dependencia. La extinción del silencio. Tanta gente...


lunes, 13 de febrero de 2012

Tratado sobre la ceguera o cursilería para leer en San Valentín.

El corazón, órgano siempre subestimado, es un músculo potente. Bombea sangre a todo nuestro organismo, nos oxigena, nos da la vida, permite que todos los nutrientes y las defensas lleguen a cada rincón del cuerpo humano, y, aún sabiendo todo esto, se afirma que el amor es ciego, acusando a nuestro órgano promotor de tonto, de sufrir de una idiocia profunda. No nos damos cuenta de que nos estamos equivocando de víscera; es nuestro cerebro el que nos engaña, el que tergiversa las cosas.


Ahora bien, lo que sí es necesario aclarar es que el corazón puede padecer de diferentes dolencias oftalmológicas. Hay gente que tiene corazones miopes, no ven bien de lejos y se creen enamorados de la primera persona que aparece por la calle. Es típico de estos individuos que tras el acercamiento del objeto de su deseo  se percaten de la verdadera visión y, entonces, aquello que pensaban era amor se convierte en “pues de cerca no es gran cosa”. El peor trastorno es el de las personas cuyos corazones sufren de astigmatismo. En este caso, el efecto es el contrario que para los miopes; no apreciarán adecuadamente a los amores que tienen cerca. Primeramente, a estas personas no les gustarán los sujetos que ven de lejos, porque están demasiado nítidos y, por tanto, es muy fácil encontrar sus defectos. Sin embargo, cuando estos se han acercado lo suficiente se produce la fatalidad: el corazón astigmático se enamora locamente del otro, ahora borroso. Esa poca claridad lleva a la persona a crearse una imagen mental donde dibuja los contornos de su amor con líneas gruesas, bien marcadas, pero demasiado perfectas. Como no podrá comparar su creación con la realidad, puesto que no ve esta última, seguirá adelante feliz con su ilusión que le aporta todo lo que necesita. Puede pasar en este último caso que el corazón recupere la vista; poco a poco, de forma casi imperceptible, la persona enferma se va percatando de cómo el ser verdadero no corresponde con la ficción que ella tenía en su mente y, de esta forma, aquel amor idílico desaparece.

En ambos casos puede aconsejarse el uso de gafas, que ayuden a los sujetos a resolver los problemas oculares de su corazón, pero no se asegura su eficacia al cien por cien. Se recetan también tabletas de amigos, que no bolsas. Amigos de esos que te apalean una tarde al sol o una noche delante de un par de cervezas; lo mismo les da matarte de risa que herirte con la verdad. Se recomienda tener siempre amigos de esta índole cerca, sobre todo si usted sospecha que puede padecer alguno de los síntomas anteriormente descritos.

Por último, el mejor consejo es siempre el ejercicio: el ejercicio mental para tener un cerebro en buena forma capaz de paliar las faltas que nuestro corazón pueda tener. Hay que ser cuidadoso con ambos órganos, nunca sospechemos si quiera que los podamos someter a nuestro control, porque son ellos los que nos controlan a nosotros y nos engañan hasta llevarnos por el camino que desean.

Al fin, sintiéndolo mucho, he de decir que no se ha inventado aún la medicina que nos proteja contra los amores perros, aquéllos que matan, aquéllos a los que tú querrías matar, los que te provocan pequeños rasguños hasta herirte, los que querrías duraran toda la vida y no duran más que un día, los imaginarios, los reales, los mayores, los pequeños, los crueles, los condescendientes, los demasiados arduos, los demasiado fáciles, los nocturnos, los diarios, semanales y hasta los mensuales. Porque todos ellos son necesarios, son los adornos de la vida, los que le dan emoción, para hacernos gozar y reír, y los que le quitan luz, para que podamos sentir dolor y, así, resurgir de nuestras cenizas. Esa es la historia y, queramos o no, el amor es el único motor del mundo, ya sea el amor de corazones visionarios o el de aquéllos que casi padecen ceguera crónica.

domingo, 12 de febrero de 2012

Domingo roto

Marga se despertó y entre la sombra de sus legañas pudo distinguir la luz que entraba a través de la ventana. No sabía qué hora era, ni quería saberlo; hoy no. Deslizó sus piernas entre las sábanas y disfrutó del frescor de aquella nueva zona inexplorada. Un domingo más, un día más… ¿o no? Quizá algo había cambiado. Miró el techo blanco, vacuo, y se sintió un poco así, sin contenido, sin estampados que adornasen su interior. Harta de todo lo que siempre le rodeaba; cansada de la rutina, de las horas que pasaban sin dejar huella, de las mañanas de metro, de las tardes de televisión y sofá.

Cada día se encontraba rodeada de toda esa multitud, que iba, que venía, subiendo escaleras, bajando en ascensor, personas con prisa, señores lentos, niños ruidosos, jóvenes que parecían de otro planeta. Y luego estaba ella. Las ojeras surcaban sus ojos, síntoma de otra madrugada en vela, los labios agrietados, los hombros caídos, la mirada perdida. Podía adivinar los pensamientos de la gente cuando la veían pasar, la lástima flotaba y la rozaba. Su soledad se podía oler y lo sabía.

Escuchó el silencio que bullía en el ambiente, sólo la casa hacía ruidos para demostrar su presencia; crujidos de la vida inerte que despertaba aquel domingo de febrero. Decidió levantarse y se dirigió a la cocina en busca de su dosis matinal de café. Sus tazas aún seguían allí, las que compró en Ikea justo un mes antes de irse, de dejarla en aquel piso lleno y vacío de ella al mismo tiempo. Todo eran recuerdos; los cuadros que nunca le habían gustado, la estantería de madera llena de polvo, el sofá rojo que tanto le gustaba. Mucho espacio libre para tan escasa presencia.

Se había ido y no iba a volver, eso era algo que sabía, porque aquel viaje que emprendió tiempo atrás no tenía retorno. Un éxodo que no permitía elección. Su cuerpo había decidido acabar con ella y lo había conseguido. La había martirizado, la había estrangulado, la arrastró hasta un abismo de dolor y enfermedad. Mientras, Marga sólo pudo ser una espectadora de aquella película que nunca quiso ver. Escena tras escena se fue consumiendo en la amargura de la impotencia, hasta que llegó el final y ni si quiera hubo títulos de crédito, los actores quedaron siempre en el anonimato. El director del largometraje, un energúmeno asesino, no escatimó en poner a su servicio a todas las células de su ser.

Ahora, una vida resbalaba delante de ella, se retorcía y reptaba. Todo ese tiempo, un futuro que hubiera regalado por borrar aquel año. Tendría que seguir, aún sin saber de qué manera, sin acordarse de cómo se saltaba al vacío. Debía dejar atrás las cenizas, o mejor, apartarlas a un lado para poder caminar entre ellas.
Sonó el teléfono.

-          Marga, ya hace una semana que no hablamos, ¿estás bien hija?- La voz preocupada de su madre la devolvió al mundo real.
-          Sí mamá, es que he tenido mucho trabajo, lo siento.- Respondió sin mucho entusiasmo, ya ni si quiera trataba de convencerla.
-          Está bien, pero vente mañana a casa, anda, que tu padre y yo tenemos ganas de verte. No puedes seguir así, tienes que salir, animarte.
-          Mamá, me están llamando al móvil, lo siento. Hablamos pronto.- Se despidió Marga, colgando el teléfono.

     Aún no, no quería. Necesitaba seguir siendo la única náufraga en su isla.
     Volvió a la cama y se enterró bajo el edredón. Otra mañana de domingo, el principio de otro día que olvidar.

sábado, 4 de febrero de 2012

A tarde

Camina sola por las calles empedradas; repletas de adoquines que, con sólo un poco de nieve, darían lugar a una inigualable pista de patinaje e incluso, en ciertos lugares, a auténticas pistas de esquí.

Otra cuesta empinada que flanquear. Obliga a sus piernas, ya cansadas, a escalar el plano inclinado que parece nunca acaba. Al fin alcanza la cima y una vista increíble aparece ante ella, sonríe involuntariamente, de satisfacción, orgullosa de ver dónde ha acabado sin ni si quiera proponérselo. Cruza la calzada tapizada de asfalto y acero, para acercarse al enorme balcón que se asoma a la ciudad. Allí están todas las fachadas de colores, desgarradas por el paso del tiempo, agrietadas, arrugadas como ancianos, pero al mismo tiempo soberbias. Paredes que observan las aceras que se ciernen a sus fríos pies, por ellas los transeúntes, ajenos a su vigilancia, apuran sus vidas, sus horas. Seres insignificantes para tan ancestrales estandartes de la historia.
Dirige la vista un poco más arriba esta vez, hacia aquel lugar donde todo es piedra. Rocas moldeadas, colocadas para dar forma a un gigante que gobierna la urbe, símbolo bélico de otra época.

Después de tan grato descubrimiento decide comenzar el descenso, siempre siguiendo los hilos de metal cosidos al pavimento. La bajada es más sencilla. Recorre las aceras de tamaño unipersonal, que obligan a los individuos a desviarse cada vez que sus pasos se encuentran, hasta dar con el lugar que buscaba. Ahora el gentío inunda la calle. Las terrazas, islas en medio del mar de personas, están acompañadas por estufas, como vigías erguidas entre la multitud.

El frío le muerde la cara y las manos, pero se deja hacer, incluso tan áspera sensación térmica se convierte en agradable rodeada por ese ambiente. Ahora bien, no todo es complacencia. En cada esquina asoma la pobreza. Entre suciedad lastimera, las manos se tienden ansiosas buscando que alguna moneda las toque. Almas sin rumbo se arrastran por los adoquines, la mirada perdida en un ayer que les abandonó a su suerte.

A un lado de la calle descansa un coche verde, antiguo. En uno de sus laterales se puede leer: “Silencio, cantan guitarras”.