Unos pantalones pitillo, viejos,
descoloridos. Eran estrechos, pero en ella daban la impresión de ser
enormemente anchos. Con unas piernas tan delgadas como aquellas, cualquier
prenda parecía demasiado holgada, como la funda de plástico que envuelve los
palillos de los bares. El jersey rojo claro, o naranja oscuro, o de cualquier
tonalidad semejante a la de un viejo edificio de ladrillo, asomaba bajo una
cazadora negra, que apenas le llegaba a la cintura y cuyos bolsillos colgaban
hacia fuera, cansados del interior mugriento de la chaqueta. Llevaba unas
deportivas blancas con ribetes azules, estándar, sin marca alguna indicada en
los laterales. En una mano sostenía una cerveza y con la otra sujetaba un
cigarrillo. Sonreía. Ostentaba una sonrisa burlona, casi desdentada, cuya
canción recordaba al rechinar de un sofá que es arrastrado por el suelo. Reía a
la par que su compañero, un tipo envuelto en una gabardina marrón, desgarrada y
raída, contaba alguna batallita
acompañando la narración con el movimiento del brick de vino que asía su mano
derecha. La historia debía ser divertida y el alcohol seguramente echara un
cable. Un humor paradójico en una escena a primera vista tan sombría.
Carmen se asomaba a la ventana y
contemplaba la obra de teatro que hoy le prestaba el barrio. Sus viejas manos
se apoyaban en el alféizar mientras sus ojillos perseguían con avidez a los
transeúntes. Las pupilas saltaban del grupo de niños a la mujer que cargaba la
compra, del hombre del bastón y el sombrero a la chica que taconeaba calle abajo.
Detuvo la vista en aquellos dos, los borrachos que franqueaban la cabina. Qué
triste, dónde había ido a parar aquella ciudad. Ya no había seguridad, se
permitía a tales esperpentos ocupar la acera, estropeando la imagen del lugar.
“Malditos roñosos”, murmuró. Suspiró y cerró la ventana con estrépito. “Ya no
queda gente decente, sólo vagabundos y drogadictos”.
La anciana fue hasta la cocina, cogió el
monedero de encima de la mesa y tiró del carro de tela a cuadros. Necesitaba
leche, como siempre su hija se había olvidado de traérsela el día anterior.
Meneó la cabeza pensando en María y sus despistes, sus tropiezos y dudas
constantes. Podía haber sido una gran chica si no tuviera tantos pájaros en la
cabeza. Cerró la puerta tras de sí y llamó al ascensor. Podía haber conseguido
un trabajo decente, podía haber sido abogada, médico o profesora, después de
todo era lista como un demonio. Pero no, se había empeñado en la pintura. Se lo
repitió una y otra vez, y aún hoy se lo repetía: las brochas no dan dinero. “Es
lo que me gusta mamá”, solía argumentar ella con tono pusilánime. Montó en el
ascensor y descendió hasta el bajo. “Buenos días, Carmen”, le saludó Manolo, el
conserje. Carmen hizo un ligero gesto de cabeza y se precipitó hacia la puerta.
Aquel hombre no le caía nada bien. El pelo sucio, pegado a la cara, aire
desaliñado. No era forma de regentar una conserjería. Ni siquiera de salir a la
calle.
Se plantó en la acera seguida por las
ruedas del carro que comenzó con su traquetreo habitual. De repente, la mujer
tropezó. Su pie derecho topó con un montículo inesperado y todo su cuerpo la
acompañó en el aterrizaje. El carro cayó a su lado con gran estruendo. Logró
frenar el golpe con las manos, pero las rodillas comenzaron a dolerle casi al
instante, se quedaron clavadas en la fría superficie, no era capaz moverse. El
tiempo pareció detenerse en lo que pudo haber sido una fotografía perfecta; los
viandantes la miraban, estáticos, pero nadie daba un paso. Al fin, unas manos
la agarraron por las axilas y la levantaron enérgicamente, otras le alargaron
el bolso y le acercaron el carro. “¿Está bien?”, preguntó una voz masculina,
áspera. Consiguió mantenerse erguida a pesar de los dolores. Levantó la vista
de la acera y se encontró con una gabardina estropeada, con unos ojos limpios,
transparentes, dibujados en una cara sucia, coronada por una mata de pelo
oscuro y revuelto. Se alejó del individuo que le había devuelto la posición
vertical. Observó luego su carro y se lo arrebató a quien lo sujetaba, a aquella
señora que le mostraba su sonrisa destartalada, poblada de pequeños dientes
ocres. “Sí, sí, estoy bien”, se apresuró a asegurar y salió de allí a toda la
velocidad que le permitieron sus miembros doloridos. Se olvidó de la tienda y dirigió
sus pasos de vuelta al portal. “Si quiere podemos llamar a una ambulancia”,
volvió a escuchar aquella voz ronca. Ignoró la proposición y aceleró el paso,
hastiada. “Malditos sucios, estúpidos, ¿quién les ha dado permiso para tocarme
con esas manos inmundas?”. Decidió que quería cambiar de domicilio, salir del
barrio que tanto la maltrataba. “Basta de borrachos y maleantes”.
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