sábado, 4 de febrero de 2012

A tarde

Camina sola por las calles empedradas; repletas de adoquines que, con sólo un poco de nieve, darían lugar a una inigualable pista de patinaje e incluso, en ciertos lugares, a auténticas pistas de esquí.

Otra cuesta empinada que flanquear. Obliga a sus piernas, ya cansadas, a escalar el plano inclinado que parece nunca acaba. Al fin alcanza la cima y una vista increíble aparece ante ella, sonríe involuntariamente, de satisfacción, orgullosa de ver dónde ha acabado sin ni si quiera proponérselo. Cruza la calzada tapizada de asfalto y acero, para acercarse al enorme balcón que se asoma a la ciudad. Allí están todas las fachadas de colores, desgarradas por el paso del tiempo, agrietadas, arrugadas como ancianos, pero al mismo tiempo soberbias. Paredes que observan las aceras que se ciernen a sus fríos pies, por ellas los transeúntes, ajenos a su vigilancia, apuran sus vidas, sus horas. Seres insignificantes para tan ancestrales estandartes de la historia.
Dirige la vista un poco más arriba esta vez, hacia aquel lugar donde todo es piedra. Rocas moldeadas, colocadas para dar forma a un gigante que gobierna la urbe, símbolo bélico de otra época.

Después de tan grato descubrimiento decide comenzar el descenso, siempre siguiendo los hilos de metal cosidos al pavimento. La bajada es más sencilla. Recorre las aceras de tamaño unipersonal, que obligan a los individuos a desviarse cada vez que sus pasos se encuentran, hasta dar con el lugar que buscaba. Ahora el gentío inunda la calle. Las terrazas, islas en medio del mar de personas, están acompañadas por estufas, como vigías erguidas entre la multitud.

El frío le muerde la cara y las manos, pero se deja hacer, incluso tan áspera sensación térmica se convierte en agradable rodeada por ese ambiente. Ahora bien, no todo es complacencia. En cada esquina asoma la pobreza. Entre suciedad lastimera, las manos se tienden ansiosas buscando que alguna moneda las toque. Almas sin rumbo se arrastran por los adoquines, la mirada perdida en un ayer que les abandonó a su suerte.

A un lado de la calle descansa un coche verde, antiguo. En uno de sus laterales se puede leer: “Silencio, cantan guitarras”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario