Marga se despertó y entre la sombra de sus legañas pudo
distinguir la luz que entraba a través de la ventana. No sabía qué hora era, ni
quería saberlo; hoy no. Deslizó sus piernas entre las sábanas y disfrutó del
frescor de aquella nueva zona inexplorada. Un domingo más, un día más… ¿o no?
Quizá algo había cambiado. Miró el techo blanco, vacuo, y se sintió un poco
así, sin contenido, sin estampados que adornasen su interior. Harta de todo lo
que siempre le rodeaba; cansada de la rutina, de las horas que pasaban sin
dejar huella, de las mañanas de metro, de las tardes de televisión y sofá.
Cada día se encontraba rodeada de toda esa multitud, que
iba, que venía, subiendo escaleras, bajando en ascensor, personas con prisa,
señores lentos, niños ruidosos, jóvenes que parecían de otro planeta. Y luego
estaba ella. Las ojeras surcaban sus ojos, síntoma de otra madrugada en vela,
los labios agrietados, los hombros caídos, la mirada perdida. Podía adivinar
los pensamientos de la gente cuando la veían pasar, la lástima flotaba y la
rozaba. Su soledad se podía oler y lo sabía.
Escuchó el silencio que bullía en el ambiente, sólo la casa
hacía ruidos para demostrar su presencia; crujidos de la vida inerte que despertaba
aquel domingo de febrero. Decidió levantarse y se dirigió a la cocina en busca
de su dosis matinal de café. Sus tazas aún seguían allí, las que compró en Ikea
justo un mes antes de irse, de dejarla en aquel piso lleno y vacío de ella al
mismo tiempo. Todo eran recuerdos; los cuadros que nunca le habían gustado, la
estantería de madera llena de polvo, el sofá rojo que tanto le gustaba. Mucho
espacio libre para tan escasa presencia.
Se había ido y no iba a volver, eso era algo que sabía,
porque aquel viaje que emprendió tiempo atrás no tenía retorno. Un éxodo que no
permitía elección. Su cuerpo había decidido acabar con ella y lo había
conseguido. La había martirizado, la había estrangulado, la arrastró hasta un
abismo de dolor y enfermedad. Mientras, Marga sólo pudo ser una espectadora de aquella
película que nunca quiso ver. Escena tras escena se fue consumiendo en la
amargura de la impotencia, hasta que llegó el final y ni si quiera hubo títulos
de crédito, los actores quedaron siempre en el anonimato. El director del largometraje,
un energúmeno asesino, no escatimó en poner a su servicio a todas las células
de su ser.
Ahora, una vida resbalaba delante de ella, se retorcía y
reptaba. Todo ese tiempo, un futuro que hubiera regalado por borrar aquel año.
Tendría que seguir, aún sin saber de qué manera, sin acordarse de cómo se
saltaba al vacío. Debía dejar atrás las cenizas, o mejor, apartarlas a un lado
para poder caminar entre ellas.
Sonó el teléfono.
-
Marga, ya hace una semana que no hablamos,
¿estás bien hija?- La voz preocupada de su madre la devolvió al mundo real.
-
Sí mamá, es que he tenido mucho trabajo, lo
siento.- Respondió sin mucho entusiasmo, ya ni si quiera trataba de convencerla.
-
Está bien, pero vente mañana a casa, anda, que
tu padre y yo tenemos ganas de verte. No puedes seguir así, tienes que salir,
animarte.
-
Mamá, me están llamando al móvil, lo siento.
Hablamos pronto.- Se despidió Marga, colgando el teléfono.
Aún no, no quería. Necesitaba seguir siendo la única náufraga en su isla.
Volvió a la cama y se enterró
bajo el edredón. Otra mañana de domingo, el principio de otro día que olvidar.
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