domingo, 12 de febrero de 2012

Domingo roto

Marga se despertó y entre la sombra de sus legañas pudo distinguir la luz que entraba a través de la ventana. No sabía qué hora era, ni quería saberlo; hoy no. Deslizó sus piernas entre las sábanas y disfrutó del frescor de aquella nueva zona inexplorada. Un domingo más, un día más… ¿o no? Quizá algo había cambiado. Miró el techo blanco, vacuo, y se sintió un poco así, sin contenido, sin estampados que adornasen su interior. Harta de todo lo que siempre le rodeaba; cansada de la rutina, de las horas que pasaban sin dejar huella, de las mañanas de metro, de las tardes de televisión y sofá.

Cada día se encontraba rodeada de toda esa multitud, que iba, que venía, subiendo escaleras, bajando en ascensor, personas con prisa, señores lentos, niños ruidosos, jóvenes que parecían de otro planeta. Y luego estaba ella. Las ojeras surcaban sus ojos, síntoma de otra madrugada en vela, los labios agrietados, los hombros caídos, la mirada perdida. Podía adivinar los pensamientos de la gente cuando la veían pasar, la lástima flotaba y la rozaba. Su soledad se podía oler y lo sabía.

Escuchó el silencio que bullía en el ambiente, sólo la casa hacía ruidos para demostrar su presencia; crujidos de la vida inerte que despertaba aquel domingo de febrero. Decidió levantarse y se dirigió a la cocina en busca de su dosis matinal de café. Sus tazas aún seguían allí, las que compró en Ikea justo un mes antes de irse, de dejarla en aquel piso lleno y vacío de ella al mismo tiempo. Todo eran recuerdos; los cuadros que nunca le habían gustado, la estantería de madera llena de polvo, el sofá rojo que tanto le gustaba. Mucho espacio libre para tan escasa presencia.

Se había ido y no iba a volver, eso era algo que sabía, porque aquel viaje que emprendió tiempo atrás no tenía retorno. Un éxodo que no permitía elección. Su cuerpo había decidido acabar con ella y lo había conseguido. La había martirizado, la había estrangulado, la arrastró hasta un abismo de dolor y enfermedad. Mientras, Marga sólo pudo ser una espectadora de aquella película que nunca quiso ver. Escena tras escena se fue consumiendo en la amargura de la impotencia, hasta que llegó el final y ni si quiera hubo títulos de crédito, los actores quedaron siempre en el anonimato. El director del largometraje, un energúmeno asesino, no escatimó en poner a su servicio a todas las células de su ser.

Ahora, una vida resbalaba delante de ella, se retorcía y reptaba. Todo ese tiempo, un futuro que hubiera regalado por borrar aquel año. Tendría que seguir, aún sin saber de qué manera, sin acordarse de cómo se saltaba al vacío. Debía dejar atrás las cenizas, o mejor, apartarlas a un lado para poder caminar entre ellas.
Sonó el teléfono.

-          Marga, ya hace una semana que no hablamos, ¿estás bien hija?- La voz preocupada de su madre la devolvió al mundo real.
-          Sí mamá, es que he tenido mucho trabajo, lo siento.- Respondió sin mucho entusiasmo, ya ni si quiera trataba de convencerla.
-          Está bien, pero vente mañana a casa, anda, que tu padre y yo tenemos ganas de verte. No puedes seguir así, tienes que salir, animarte.
-          Mamá, me están llamando al móvil, lo siento. Hablamos pronto.- Se despidió Marga, colgando el teléfono.

     Aún no, no quería. Necesitaba seguir siendo la única náufraga en su isla.
     Volvió a la cama y se enterró bajo el edredón. Otra mañana de domingo, el principio de otro día que olvidar.

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