martes, 10 de abril de 2012

Guerra y paz

Y le miró como diciendo “qué me estás contando”. Todos aquellos arrumacos caían en saco roto, y él lo notaba, sentía el saco más y más vacío con cada caricia que recibía.

La luz del sol daba un toque distinto a su pelo, más rojizo, que sujetaba detrás de las orejas. Le miraba con sus ojos de miel como suplicando una respuesta a la pregunta que no se había atrevido a pronunciar en voz alta. La comisura de sus labios aun mostraban los restos de carmín que los besos no consiguieron borrar.
Se hizo el tonto y dirigió su mirada a la habitación, como si existiese un horizonte más allá de la pared de enfrente. “Vaya leonera”, comentó, para salir al paso, para evitar la intimidad que la luz de la mañana ahora convertía en algo violento. Sentía los ojos de ella fijos en su nuca, tratando de hurgar en sus pensamientos, pero tenía la certeza de que no lograría penetrar; la coraza estaba en su sitio. No obtuvo respuesta a la afirmación, lo de escaparse por la tangente nunca se le dio demasiado bien. Finalmente, llegó a la conclusión de que tendría que volver a aguantarle la mirada a aquella musa que compartía su edredón.

“Dime qué pasa”. No perdía detalle, qué astuta. Los rayos del sol acariciaban sus hombros desnudos. Examinó con un simple vistazo su apetecible cuello y se detuvo en su tatuaje. Maldito dibujo que tantas maldades suscitaba a sus hormonas. No, no era el momento. Allí estaba, una chica, “la chica”, y él no sentía más calor que el que traspasaba el crista de la ventana y el que las ganas de la mañana le provocaban. Obligó a sus neuronas a funcionar. Se aclaró la garganta, dio la vuelta a su lengua pastosa, para asegurarse que después de tanto jaleo aún seguía ahí, y preparó la mentira desde lo más profundo, para que saliera limpia y aseada, pero siempre natural. “No pasa nada, no sé por qué lo dices”. Ya estaba. La besó fugazmente y se levantó. “Voy a por agua”.

Mientras se encaminaba a la cocina intentaba analizar la situación, pero el alcohol se había propasado con su pobre cerebro; los pensamientos le salían en hilos, en colgajos que no lograba unir. No deseaba hablar, no quería decirle nada más, mejor no darle vueltas al tema. Continuamente le asediaban imágenes de aquel maravilloso cuerpo encima de él, del ansia y la sed que le invadían hacía tan sólo unas horas. Un escalofrío le recorrió la espalda. Al fin, cogió un vaso y lo llenó de agua, le dio un sorbo lento, distraído. Entonces, oyó un ruido y se giró para ver cómo su enemigo abandonaba el campo de batalla. “¿Te vas ya?”, preguntó con una sorpresa que sonó artificial, de lata, como si la respuesta no fuera lo suficientemente evidente. Ella, despeinada, las ojeras asomando, con la chaqueta de cuero a medio poner, se detuvo, dejó caer los brazos y subir la mala leche, que se instaló en sus cejas para dar forma a dos arcos perfectos. Cuatro palabras brotaron de su boca en procesión, melodiosas, con un tono y una armonía dignos del mismísimo Cela: “Vete a la mierda”.


El portazo le dejó solo de nuevo, con su armadura brillante, intacta. Una vez más, había resultado ileso.

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