Hacía
calor, así que decidí entrar en la estación de autobuses. Aún tenía que esperar
una hora hasta poder coger el siguiente coche que por fin me llevaría a casa.
Nada más cruzar el umbral me di cuenta de que hacía tiempo que no pasaba por
aquella transición, por ese portal a otro mundo, el rural. Una ventana hacia un
universo paralelo cuya complejidad supera con creces a la de cualquier puerta
interestelar o agujero al inframundo. En ese estado de metamorfosis me hallaba,
cuando comenzaron a asaltarme recuerdos de hace mucho, de todas esas veces que
llegué hasta allí cargada de maletas y mochilas llenas de papeles y libros. Me
invadió entonces un extraño sentimiento de nostalgia que, lejos de provocarme
ninguna tristeza, dibujó una sigilosa sonrisa en mi boca.
La
primera habitación que hacía de sala de espera estaba rodeada por asientos de
plástico, antes blancos, ahora amarillentos, que custodiaban firmes y
orgullosos unas paredes con cuyo desgastado gotelé hacían juego. No recuerdo
haberme cruzado con ninguna persona joven. Todos los que por allí pululaban,
arrastrando maletas, acarreando grandes bolsas de cuadros y bolsos de viaje de
formas y colores indefinibles, superaban al menos el medio siglo. Los señores
lucían, por norma general, camisas de rayas y pantalones de tela. Las barrigas
de algunos colgaban sobre los cinturones demasiado apretados, otros estaban tan
flacos que eran los cinturones los que colgaban ante el hueco dejado por unas
tripas a duras penas adivinables. Algunos llevaban deportivas blancas, porque tienen
que ser blancas, y otros unas sandalias de un corte bastante peculiar. Sólo
unos pocos presumían de gorra o sombrero. Las escasas mujeres que se
divisaban por la zona también solían coincidir en el look elegido para la ocasión: camiseta
de tonos pastel cubierta de unos poco discretos brillantes y pantalones de
pinzas. Llevaban el pelo corto, rubio ceniza o cobrizo, con ese estilo tan
característico que adoptan las féminas made in Spain llegada una edad.
Una vez
analizado el escenario y los actores, opté por seguir avanzando, más adentro, hasta
alcanzar el pasillo que cruzaba toda la estación y en el que también había
algunos bancos. Me senté al lado de unos tipos, dejando algún asiento de por
medio, para conservar mi independencia del grupo y poder escuchar y observar
sin que se me incluyera en la banda. Que se les veía pinta de acogedores.
Tras pasar un rato observando los caducados anuncios de muebles que coronaban
las ventanillas de venta de billetes, se me acercó una mujer de unas 70 primaveras.
Al menos las aparentaba, quizá incluso sumara algún invierno más. Estaba
demasiado morena y profundas arrugas surcaban las comisuras de sus labios.
Llevaba una camiseta color salmón y un collar largo de perlas, bastante pasado
de moda. “Cuídame ésto mientras salgo un momento a fumar un cigarro”. No fue
una petición, fue una orden clara y
concisa. Mientras hacía un gesto afirmativo y le expresaba mi conformidad, la
señora ya había plantado su maleta negra a mi lado y se había largado hablando
sola. Así que allí me quedé, cada vez más sorprendida de que todo aquello
pudiera llegar a ser tan entretenido. Era como haber caído de pronto en una
novela sobre la castilla delibiana.
El
grupo de hombres que se encontraban a mi derecha no parecían tener mucha
conversación. Hacían comentarios sobre el tiempo y criticaban a los conocidos
que pasaban. Uno de ellos, por lo visto sordomudo, ponía cara de interesante
bajo unas gafas de sol tipo Ray-Ban y una descolorida gorra de Goodyear. Hacía
gestos y el resto le correspondía de la misma manera, aunque ninguno de
aquellos vigorosos aspavientos parecía tener mucho sentido. De vez en cuando
daba un gritito grave que me sobresaltaba. Al fin volvió la señora de la maleta
y el cigarro y se sentó a mi lado mascando afanosamente un chicle, “¿tú a dónde
vas? Es que la de la taquilla no está, siempre llega tarde". Le dije adónde iba, pero la tertulia no dio mucho de sí. La mujer volvió a levantarse y se
dedicó a recorrer el pasillo murmurando algo.
No me
dio tiempo a relajarme. Había llegado un nuevo colega que gesticulaba muy
entusiasta ante los del banco de al lado. Entonces, empecé a notar las miraditas y a
sentir una clara premonición de nubes y chubascos. “Hola guapa, ¿cómo te
llamas?”, me preguntó el visitante mientras me ofrecía su mano. Torcía la
cabeza de una forma un tanto inusual y se retorcía los dedos. Tengo un imán para
cierto tipo de personas. Contesté con mi nombre y el susodicho se acercó para plantarme
un beso en no sé bien qué lugar de mi cara. “No, besos no”, me defendí. Se
apartó, aunque no pareció ofenderse. “Buen viaje guapa, buen viaje”, repetía mientras
continuaba alejándose con una postura que recordaba bastante a la del señor
Burns. Se topó entonces con la morenaza del cigarro y le comentó mientras me
señalaba: “éstas están blancas. No quieren sol, no se ponen negras”. Me miré
las piernas instintivamente. Ahí tenía que darle la razón, un poco de melanina
no me vendría mal. Luego podía pedirle un poco a mi nueva amiga. Ya en su
círculo habitual, aquel tipo tan simpático continuaba con su repertorio, “qué
guapa, qué buena moza”. Y yo, que nunca he sabido escabullirme con dignidad de
situaciones embarazosas, ponía cara de circunstancias mientras miraba
alternativamente al suelo y a los señores de avanzada edad que me observaban
divertidos.
Después
de unos minutos de rigor, decidí que ya había sido suficiente y me levanté. Ya estaba,
había superado la prueba. Había cruzado al otro lado.
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