Esos
estupendos parajes de recreo alfombrados con un césped suave y agradable al
tacto. Esas grandes bañeras alicatadas, llenas de agua refrescante, cristalina
y pura. Esos jóvenes de tez morena, por cuyo torso desnudo resbalan redondas
gotas que caen al suelo como si no les hubiera afectado el liso camino. Esas
maravillosas chicas de piel de melocotón con biquinis minúsculos y melena
almidonada al viento. Esos paisajes repletos de vida. Y, por supuesto, repletos
de bichos, de niños gritones, de señoras nadando cual boyas flotantes, de
adolescentes temerarios. Por si alguno aún no se ha percatado, me refiero a esos
lugares denominados piscinas. Qué hay más típico del verano que una maravillosa
piscina y su flora y fauna endémicas.
Ayer me
di mi segundo baño del verano y mi primero en una estupenda piscina municipal. Los
comienzos siempre son duros. Entrar en el recinto, pagar (esto sí que escuece)
y buscar un sitio que se adecue a tus gustos y expectativas. No muy lejos del
agua, que haya sol y sombra, que no sea un oasis de tierra y piedras, que
guarde distancia con los grupos de chicos y chicas y su halo de hormonas, pero
también con las mamás y sus retoños llorosos, y si, como es mi caso, estás en
un pueblo, que no esté cerca de esas personas de las que antes eras amiga pero
ya no, de las que te dejaron de hablar, de las que tú dejaste de hablar, de las
que no te apetece saludar, de las que un día se enfadaron, de las que te miran
mal, de las que miran demasiado... En fin, una odisea acuática. Pero se
consigue, al final, se consigue.
Y colocas
la toalla sobre la hierba. La primera toalla que has encontrado en el armario,
un pedazo de tela de un color que podría ser gris, totalmente pasado de moda,
en el que, si te esfuerzas, se puede leer algo así como “Expo '92”. La otra
opción era llevar conmigo a los 101 dálmatas. Me parecieron muchos para meter
en un bolso. Te quitas la ropa, atenta a como se desprende de tu cuerpo y a
cómo el bikini se adapta debajo, no sea que muestres más de lo que te gustaría.
Sujetas, tiras y colocas. Y subes y bajas, y te miras y te remiras hasta que
todo parece estar en su sitio. Lista para el agua.
Mientras
los niños se tiran desde todos los ángulos y de todas las formas posibles, tú
te sientas temerosa en el bordillo, intentando mantener el decoro y la dignidad
cuando el agua se empieza a colar por rincones delicados. Por fin, aguantas la
respiración y te lanzas como una sirena mediterránea al agua azul. Azul. ¿Azul?
Las baldosas y la pintura de las piscinas siempre son azules. Debe existir
alguna razón. ¿Qué demonios tratan de ocultar? ¿Es sólo el azul del fondo y las
paredes o también es el propio líquido el que adquiere esa tonalidad debido al cloro y demás
químicos que le añaden? Quizá sea mejor no enterarse. Comienzas a nadar y, casi
a la vez, a hacer guiños la mar de sensuales con unos ojos cada vez más
irritados. Te cruzas con gente que parece creer estar en una competición y
con señoras de grandes gafas de bucear
totalmente empañadas que, como si se deslizaran por una balsa de aceite, se
aproximan lenta y apaciblemente. Por si tuvieras que evitar ya pocos
obstáculos, cada dos brazadas aparece un infante de los fondos oceánicos, o del
aire, o de cualquier punto que puedas imaginar. Después de un rato peleando con
los moradores de ese hábitat peculiar, te resignas a poder completar un triste
largo y decides volver al calor de tu acogedora toalla.
Regresas
a los vestigios de la Expo. Pero ya no estás sola, te han rodeado. Allí están,
como si nada, las mamás, dando plátanos y gusanitos a los mocosos desnudos, los
chavales con su horrible música saliendo a todo volumen del teléfono móvil y
cualquier persona que antes hubieras tratado de evitar. Un ejército inquieto y
ruidoso. Suspiras y coges tu toalla para acercarte un poco más a la zona de sol,
por lo menos esperas irte un poco más morena de lo que llegaste. Te colocas
boca abajo y, casi sin querer, te detienes a observar el césped. La hierba
poblada de hormigas. De bichos de diversas formas y tamaños que te miran
desafiantes. Lo mejor será cerrar los ojos. Así aguantas una media hora, entre
conversaciones a grito pelado, llantos y picaduras de vete tú a saber qué
agradable insecto. Transcurrido ese tiempo, te incorporas y te preguntas por
qué no te quedaste en casa tranquilamente bajo el aparato de aire
acondicionado. Rectificar es de sabios y ya has cumplido con la tradición.
Recoges y te marchas. Respiras hondo. Aún queda verano para acostumbrarse.
Vamos que te lo pasaste bomba.
ResponderEliminarA una pisTina no se va a tomar el sol, se va a hacer el chorras.
Por cierto, no has comentado a los "chulos" de piscina, quinquis, chungos... o no había?
Cuando vas con tu madre es difícil hacer el chorra, jajaja. En mi pueblo no hay chulos de piscina y los quinquis no van!
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