jueves, 15 de diciembre de 2011

El 4 y el 6, a las 8

Todas las mañanas. Sí, él le espera absolutamente todas las mañanas. Se levantará antes para verle, para saludarle, simplemente para darle un par de besos antes de montar en su autobús. Está envuelto en su plumas negro, es un chico moreno, alto, de piel aceituna y piercing en el labio inferior, tendencia, por cierto, que pasó de moda, de verdad. Lleva aguardando un rato porque, ya se sabe, los autobuses tienen una extraña puntualidad; siempre llegan en el justo momento en que no los esperas.
Ella llega en el 4, es rubia, pelo largo, cara ovalada y la típica actitud de adolescente que quiere aparentar no haber roto un plato aunque se pueda asegurar, con sólo acercar un poco la nariz, que en su casa tienen que comprar una vajilla nueva para Navidad.
 Ay, qué bonito, al fin se produce el encuentro. Él se acerca basculando de un lado a otro, con paso tipo rapero del Bronx. Ella, sin embargo, se aproxima con aire de dulce gatita. Él la coge por la cintura, le da un beso en la cara. Hablan de sus cosas, ríen, tontean; ronronean. Pero, horror, ocurre la catástrofe: llega el 6. Un auténtico y genuino número 6 que me recoge todas las madrugadas (a esa hora aún se le puede denominar madrugada) y también le recoge a él.
Allá vamos, la despedida. Más besos y algún que otro traspiés por esto de no saber bien cómo actuar.
Me dirijo a la puerta, entro en esa cabina llena de legañas y paso mi tarjeta por la banda. Un “pi” me indica que puedo continuar mi camino. Me aposento en el duro asiento de plástico, que resbala, que no se sabe muy bien si es cómodo o no, si gusta o no. Tengo diez minutos largos para pensar y acordarme de aquellos tiempos en que yo también era una dulce gatita que ronroneaba. Qué curioso se observa todo desde la perspectiva que da el tiempo. Es que las gatitas crecemos y empezamos a sacar las uñas para defendernos, a erizar el lomo y a bufar. Eso sí, lo de ronronear no hemos dejado de hacerlo.


En fin, ésta es mi parada.

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